lunes, 10 de diciembre de 2012

La estación de tren

En un domingo soleado de verano ella miraba fijo hacia arriba, con los ojos achinados, apretados, protegidos de la luz intensa, mientras los demás pasajeros se peleaban por las pocas sombras que brindaba el escueto techo de mampostería. Solitaria se aferraba a una de las columnas de hierro, expuesta a su memoria, al sol, al calor que provenía de los rieles y abrasaba a sus recuerdos asfixiantes. Tras cuarenta minutos de espera, el gentío empezó a quejarse y la transpiración ya se le escurría a raudales por el cuerpo, ubicándola de nuevo, momentáneamente, en esa estación de tren. De pronto se secó el sudor del rostro y contempló los humildes edificios del barrio colindante, las fachadas desteñidas por los años, los mínimos balcones con plantas resecas; volvió su atención a una familia que jugaba con su bebé y, en sus facciones endurecidas por un dolor incógnito, se le dibujó una mueca que transmitía entre desilusión y ternura.
La molestia de su garganta resultaba insoportable por lo que se dirigió hasta el quiosco para comprar agua. Un joven la observaba, atraído por sus curvas tostadas, por su vulnerable soledad. Le sonrió pero ella continuó caminando con la cabeza gacha, con la mirada perdida en la raya amarilla del piso, mientras mascaba un chicle como si cada mordida  tuviera un significado particular, como si el lento rechinar de sus dientes intentara cortar, digerir de a poco la tensión, la que entumecía su alma y casi podía nublar el cielo despejado de diciembre . El muchacho la escoltó durante unos minutos, sin que ella lo percibiera, hasta que se atrevió a tocarle el hombro por detrás y le dijo: ¡Qué lindo día! . Extraída repentinamente de su estupor, lo miró de soslayo, asintió y apresuró sus pasos hasta encontrar cobijo en un frondoso sauce llorón, asomado en el lateral derecho de la estación. El joven se acercó nuevamente e insistió: ¡¿Cómo tarda el tren no?!, la verdad es que llevo poco en Buenos Aires y no sé si esto es normal. ¿Los trenes están funcionando, cierto? Ella bebía el agua con sorbos cortos, sin despegar la botella de la boca, sin encararlo. Tanto la proximidad del muchacho como los rasguños que le propinaba el líquido en su traquea la inquietaban sobremanera; abruptamente le respondió que sí había trenes y se dispuso a buscar algo en su bolso, recusando cualquier tipo de interacción. ¿De dónde es?, le indagó el muchacho al percibir un acento raro. ¿Qué importa de dónde soy?, contestó sin más.  Bueno, bueno, no hace falta que se ponga así, no le quedan bien tantos nervios a una mujer tan linda como usted.
Ella agregó educamente: Mire, tuve un día muy complicado, me duelen los pies porque tuve que caminar mucho hasta aquí. Sencillamente no tengo ganas de hablar. Al muchacho no parecía importarle su rechazo, porque aunque se calló, permaneció a su lado; para él se trataba tan sólo de una  parada estratégica. Se percató que le temblaba la mano en un momento y decidió cambiar la táctica de abordaje: ¿Está usted bien? Noto que le tiembla la mano... ¿Necesita que le ayude? Sentada en el suelo, le dedicó una fugaz sonrisa de cortesía,  a la vez que deslizó los dedos por su negra melena larga, girando la cara hacia la dirección opuesta a la del joven. Él consideró ese gesto como una especie de aprobación y se sentó a su lado. ¡Déjeme sola, se lo pido! , reiteró la mujer al tiempo que se levantó. ¡No se les entiende a las mujeres! ¿Vos venís con este pantalón muy corto, con este escote provocador y no querés que se te acerquen los hombres? ¡Sos una histérica como todas las demás! Con la voz entrecortada por un llanto incontrolable, ella trató de tartamudear una justificación, defendiéndose de él, de sus propios miedos, de la incomprensión ancestral. Sus lágrimas desconcertaron al joven, quien finalmente desechó nuevos intentos.
El transporte arribó; ella corrió para entrar en un vagón. Ya en el interior del tren, pese a la incomodidad de la muchedumbre que se apretujaba, la mujer exhaló un suspiro y su rostro se relajó notablemente, como si el vagón fuera un refugio que la abrigara de una tempestad de granizos, que la protegiera del ataque mortal de un animal salvaje. Una señora le pisó el pie desintencionadamente; la mujer la miró con los ojos todavía húmedos, con una expresión de cansancio inherente a la conclusión de una atribulada jornada; la señora mayor se dio cuenta de su estado y se aprestó a observarla discretamente. Vió que en el cuello de la mujer había algunos moretones y una línea roja semejante a una gargantilla tatuada en la piel blanca. Yo conozco una pomada excelente para los cardenales pero tal vez tenga que hacerse ver por un médico, agregó la señora. !Muchas Gracias¡ La pomada me ayudará a erradicar las marcas de mi piel probablemente.... Sin embargo creo que mucho más me costará borrar la huella que esos moretones han impreso en mi corazón.

martes, 20 de noviembre de 2012

El vuelo secreto

Dormía apaciblemente. En el transcurso de las horas, mientras desvanecía la noche y brincaba mi subconsciencia, un ejército de mosquitos sedientos y escurridizos incursionó en mi serenidad. Sus volados zumbidos conquistaron mis oídos y se entremezclaron con mi respiración, hasta que asumieron las voces de los personajes de mi cuento onírico, cuyas frases pasaron a ser ininteligibles. El afecto forjado en años, plasmado en esos rostros conocidos, no armonizaba con la inquietud que me engendraban sus voces desfiguradas. Naturalmente preveían mis gestos, pero yo ya no podía adivinar sus acciones.
Entonces sentí que era botín de un ataque misterioso y me puse alerta, como un soldado en el frente de batalla, con el alma subyugada y el automatismo inherente a las circunstancias peligrosas.
Estaba indefenso ante los aterrizajes que esos mosquitos, esos personajes,  efectuaban sobre mi piel, al dolor agudo que me producían sus estocadas. No parecían pincharme la carne, no; mi sensación era que adentraban en mi corriente sanguínea, succionaban mi energía y perturbaban la paz enclenque brindada por el tiempo, la convivencia, el descanso.
Mi cuerpo, pese a la ansiedad que aumentaba considerablemente, permaneció casi inerte; mi cabeza, perdida entre vigilia y sueño, entre reclamo y esperanza. Apenas logré mover las manos, tanteando el aire con los sentidos semidespiertos, con el afán de aniquilarlos. No pude; el sentimiento de extraña familiaridad con mis enemigos me vetaba, me desconcertaba. Intenté acercarme, atraparlos con caricias, pero el hastío de sus intenciones me petrificó. De pronto una inmensa soledad abrió un surco en mi pecho y experimenté una frustración semejante a la que siento cuando viajo en el tren apestado de gente, me sirven la comida fría o soy víctima de la mentira.
Finalmente senté en la cama con los ojos todavía pegados por las legañas y el cuerpo cubierto de redondeles escarlata. Al prender la luz, me descargué en lágrimas, violentado por la muerte del sueño, por la desazón que levitaba sobre mi carente voluntad.


Interpretación de los Sueños de Freud:
Mosquitos Si ha matado a un mosquito en su sueño, quiere decir que superará obstáculos y disfrutar fortuna y felicidad doméstica. Si no lo ha logrado matar, lucharás en vano contra los ataques de enemigos secretos.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Ineludible Novedad

El vigor de la primavera moviliza:
a los pelos erizados, a las epidermis*,
a las corolas de las flores, a la sangre,
a mis sesos abrigados por la sombra
del sauce llorón en medio de la plaza

Noto la energía que rocía en el aire,
reluce y parpadea vigorosamente,
mortificando a mis pensamientos,
con azotes de recuerdos evasivos

Entonces cedo a la red de la memoria
con la mente desligada de los sentidos
errante entre las imágenes evocadas
que brotan como lágrimas en mis ojos

Las seco y observo el cielo ceniciento
que se desploma en súbita tormenta
enfriando el ambiente y el bochorno
de mi alma conjugada en pasado;

Ahora mis ojos atentos, ya liberados
vislumbran el arcoíris entre nubes,
la lozanía de un abundante follaje
inflamado por el desague del cielo,

Se deleitan con los tonos de verde,
en hojas de diferente forma y textura,
materia joven labrada por el tiempo
dueño unánime de perfil y contenido

El empuje de la primavera enfrasca
con el aroma de la tierra humedecida
con el clamor del sol que reivindica
la eterna promesa de los comienzos

Y así con la percepción aguzada
gozo con el abur de la nostalgia,
para andar con pasos certeros
hacia la ineludible novedad


*Membrana formada por una sola capa de células que cubre el tallo y las hojas de las pteridofitas y de las fanerógamas herbáceas.


domingo, 28 de octubre de 2012

Entre el aroma y el amor

La conocí a comienzos de primavera cuando empezó a frecuentar la cafetería donde trabajo, impregnando el lugar de una involuntaria esperanza.
Intercambiábamos sentencias automáticas, exclusivamente vinculadas al pedido del día. Para mí sus órdenes sonaban como cántico de golondrina y alegraban las tardes aburridas de marzo.
Poseía rasgos suaves, armoniosos, culminados por unos ojos ligeramente melancólicos. Se sentaba en la mesa número siete, cercana a la ventana que da al paseo de la Castellana,  pedía un café largo en taza grande y observaba el bullicio de la avenida.
A fuerza de sus visitas recurrentes, la mayoría en diferente compañía masculina, aprendí a interpretar sus expresiones. Su presencia me resguardaba de la monotonía de los quehaceres diarios y me ensordecía ante los gritos de los demás comensales. La observaba con tanto ahínco que terminé presa de sus encantos; establecí una relación unilateral con sus ademanes, con sus pensamientos- casi podía escucharlos- y esa relación me aportaba un sentido a la trivialidad de mi existencia, me liberaba de la mecánica cotidianidad.
Al llegar la cita de turno, ella siempre reaccionaba de la misma manera: se levantaba delicadamente, le daba un beso casto en la mejilla y sentaba a continuación; luego agarraba la taza con las dos manos, posicionándola delante suyo, como si fuera una suerte de escudo. En los primeros minutos del encuentro escrudiñaba al hombre sin piedad, mientras tomaba el café con sorbos cortos. Sin embargo, al poco rato, enfocaba su mirada en la taza casi vacía, sumida en una soledad acompañada. Presencié esa escena tantas veces que, creo, soy capaz  tocarla; mi angustia parecía eterna cuando se asomaba el efímero candidato, así como mi júbilo al ver su predestinada desgana. Ya reconocía sus acciones, sus preferencias, y pensaba que había entre nosotros una sólida empatía forjada en la convivencia; clara ventaja frente a esos señores con los cuales canjeaba, homeopáticamente, palabras insulsas, moribundas. Al fin de cuentas yo era el único que gozaba de su constancia.
En una ocasión la vi anegada en llanto. Su misteriosa crisis, en realidad, intensificó mis sentimientos, que se expandieron por mi cuerpo y me colmaron de una energía inusitada. Me atreví a hablarle sobre algo distinto que las opciones de la carta marrón, de piel sintética. Le pregunté si se encontraba bien; ella asintió con la cabeza mientras se secaba el rostro carmesí. Me arriesgué indagando si trabajaba por la zona. Con un sonrisa cordial me respondió que vivía a una cuadra.  Le retribuí con mirada dudosa, lista para volverse invisible o para arder en llamas, y empecé a hablar sin saber qué quería decir. Finalmente se me ocurrió invitarle a la merienda que había consumido. Me agradeció efusivamente, destacando la calidad del servicio prestado. La acompañé hasta la puerta, levitando. Ella señaló el edificio donde residía, me dió un beso  y se fue sin mirar hacia atrás.
Me costó volver al trabajo. Interpreté su beso como un indicio, como una firma que avalaba mis ensoñaciones vespertinas. A penas pude dormir en esa noche, contabilizando los encuentros que había asistido, cuestionándome qué representaban esos hombres y por qué su entusiasmo maquillado nunca superaba los primeros quince minutos. Me desconcertaba sobre todo que no se encandilaba con sus pretendientes, más bien los despachaba como a soldados heridos.
Pasó una dolorosa semana y regresó; estaba sola. Mientras caminaba contento hacia su mesa, me indicó a distancia, con un movimiento de labios mudos, que quería lo de siempre. Necesitaba su voz para calmar mi ansiedad, por lo me acerqué tercamente. Ella miraba su celular devotamente; ni me registró. Intenté entablar conversación pero insistió que disponía de poco tiempo porque la aguardaban en otro lugar.
Me apresuré en despachar su pedido, sintiéndome traicionado porque se encontraba con alguien en otro local: era su inminente abandono al nido de amor que construí y, por lo tanto, !El fin de mi rol de ebrio testigo! El temor me consumía al imaginar cómo sería ese adversario que no conocería. Para evadirme de mi aturdida imaginación la contemplé, agarrado a la barra, mientras preparaba el expreso. Por un instante toda su figura me pareció una obra de arte divagante, lejana, una estatua enigmática. Esa imagen evocó a mi madre, a su serena fortaleza, a su continuo silencio que tan huérfana emoción me ocasionó, y al cual siempre interpreté confusamente, según mis propias necesidades. El aroma a café recién hecho me despertó de ese letargo.
Llevé su taza humeante. Ofrecí una factura por cuenta de la casa. Me agradeció pero la rechazó, aclarando que su marido había comprado chocolates en Bélgica y que pronto comería mucho dulce. ¿Su marido?, le indagué consternado. Sí, acaba de regresar después de dos meses de viajes laborales, añadió con evidente satisfacción sin percatarse de mi disgusto.
Tomó su café rápidamente. Se despidió, me auguró mucha suerte y me dejó una jugosa propina. Fue la última vez que la vi.





lunes, 15 de octubre de 2012

Lo que es mío, es tuyo

El prestigioso trapecista, equilibrándose en un cable a metros de altitud, balancea su cuerpo sorteando la gravedad, especialmente atractiva gracias a la pesadumbre de sus ideas. Tiene los nervios entumecidos y sus ojos son cráteres que escupen lava. Súbitamente se detiene y avista en el llano una masa indivisible, disipada en la fusca distancia. Al elevar la mirada agita los brazos, causando que el cable trepide caóticamente.
Abajo se escucha el bullicio de la multitud ahora expectante: el público parece notar que ocurre algo extraño, puesto que todos miran ansiosos hacia arriba, a la espera de un pronóstico; hasta parecen alabar a un santo, a una deidad, debido a la tamaña devoción que aplican al acompañar el suceso inesperado.

En los años que lleva en el circo,  Caio jamás ha tenido una reacción similar. Sus compañeros especulan  sobre el motivo de la atípica conducta que ha adoptado en los últimos tiempos  y la achacan a la mala relación que existe entre él y Gabriel, el recién incorporado.
El mago, cuyo peso de su lengua es superior que el de todo su escuálido cuerpo, evoca el momento en el cual el jefe les presentó a Gabriel: Caio no se molestó siquiera en acercarse, detonando un rechazo gratuito, curtido. Es cierto, interrumpe el malabarista: a partir de la incorporación del nuevo al grupo, viene comportándose de forma muy rara. Hay algo entre esos dos que desconocemos.
El mago agarra repentinamente la mano del malabarista, guarda unos calculados segundos de silencio y encara a todos y cada uno de sus compañeros, dedicándoles una sonrisa ladeada de complicidad. Una vez que nota la atmósfera de intriga, triunfante devela: Sí, seguro que hay algo oculto... Justo antes de empezar la función, he visto cómo Caio le tiró un papel a la cara de Gabriel, mientras se insultaban en el camarín.
Nadie duda del mago: es una fuente fiable, los años de práctica la avalan. Entre los siete artistas agrupados, algunos miran a sus pies, cavilando sobre los efectos de la constatada pelea; otros alzan las cejas mutuamente, esperando por más aportaciones del grupo. El mago tiene el pecho ensanchado y la frente altiva según el prototipo de los grandes conquistadores. 
El Sr. Tadeo, responsable de la producción artística y director de los artistas del circo, escucha con atención a los muchachos y se muestra especialmente preocupado. Es un hombre pragmático, cortoplacista, diestro en el arte de separar (o tal vez subyugar) las emociones de los negocios. Con labios apretados, entrecejo fruncido y su sombrero tipo corona,  deambula de un lado a otro, padeciendo la inquietud de sus pensamientos: ya sea verse obligado a reembolsar el dinero a los espectadores molestos o mismo que el incidente llegara a denigrar la reputación del circo, asentado en la misma localidad desde hace años; cualquiera de las dos ideas le martirizan sobremanera. Entonces se acerca al otro trapecista, ya posicionado en la escalera de la plataforma, y le ordena que suba inmediatamente para convencer a Caio que prosiga con su acto. !Show must go on!, exclama
Arriba, Caio vacila. Avanza unos pasos pero nuevamente se detiene; su cabeza se menea como un péndulo de plomo y sus entrañas, a través de su boca, reclaman: !La vida es una burla señores! Una traición, una burla!
El otro trapecista ya está a la altura del cable. Se sostiene y le ruega: Avanza Caio. ! Vas a arruinar el show! Los espectadores están recelosos y sorprendidos... Caio no reacciona; él insiste: Vamos, acuérdate de tus compañeros. !Vamos!". Caio sufre unos espasmos extraños, como si estuviera conectado a una batería galvánica; entonces, sin voltear la cabeza para atrás, le dice:
Ese es el problema Tincho, yo he confiado demasiado en la gente... Sufrí mucho hasta que acepté mi destino, hasta que terminé por adaptarme a los demás y a las circunstancias. ¿Y qué he ganado? Nada más que traición, injusticia... Sí, hoy de decidido hablar y lo haré por lo alto, desde arriba.
!Qué me escuchen todos!
Tincho no sabe qué decir, ya que la declaración, la acusación, le resulta muy desconcertante. Mientras la procesa para replicarle, en un ademán casi involuntario, Caio se deja caer; de espaldas se desploma sobre la cama elástica y su cuerpo rebota con  taciturna premura.
La carpa se puebla de ovaciones sincronizadas y manos alzadas al instante. Entre los espectadores, algunos celebran el alivio por el fin de la duda, y otros, con agrio semblante, demuestran una burda decepción (quizás porque gozaban con la morbosa situación)
Caio, con el último rebote, sale disparado de la cama elástica y se dirige al camarín. Va caminando con la cabeza gacha, esquivándose de los focos de luz y balbuceando su mantra: "una parodia, una inmunda traición", una y otra vez.  
Gabriel observa desde un rincón de la carpa, del lado opuesto a los camarinos. Mastica un palillo con impavidez, casi ajeno a los acontecimientos de no ser por la enérgica atención que deposita en las acciones de todos los presentes, y en especial las de Caio.
El Sr. Tadeo acomoda a los espectadores que han permanecido, despeja al grupo de artistas que está un poco embobado y anuncia el próximo número del espectáculo. Para evitar un eventual problema de reputación, regala pochoclos a todos los niños, de modo a reducir el impacto de los intensos minutos de tensión que también les ha tocado vivir.
Descartado el número del trapecio, la función avanza normalmente. Caio permanece en el camarín, alumbrado por unas notas de luz amarillenta, antigua; está sentado y tiene la frente sobre las manos cruzadas, apoyadas en una mesa angosta, enmarcada por un espejo. Tincho lo encuentra y se le va acercando de puntillas. Confía en los beneficios de su aproximación: se siente, por cuenta del previo desahogo de Caio, como su confidente. Le da un golpecito amistoso en la espalda, Caio alza la cabeza por unos segundos para reposarla nuevamente sobre la mesa. Él insiste:
?Qué te pasa amigo? Nos conocemos hace 3 años y nunca te he visto tan alterado.  Se levanta abruptamente, va hacia el perchero y mueve los trajes con ansiedad; tironea con tanta ira, que termina por volcar toda la ropa en el suelo. !?Por qué no me dejan en paz?!, grita agitado. Tincho replica ofendido: ?Qué te pasa? ?Qué te he hecho yo?
Caio se abandona en la silla, y con el pulso de toro acorralado sostiene su cabellera tupida, a la vez que mira de soslayo a Tincho. Bueno, tú nada. Pero mira cómo son las cosas: yo llevo por lo menos 2 años luchando por la posición de asistente de dirección. Estoy cansado del cable, envejecido. En verdad esa posición es mi salida para brindar una mejor calidad de vida a mi familia: sí, a mis hijos, a mi mujer, a la única familia que tengo... Sin embargo, el Sr. Tadeo, esa rata codiciosa y despiadada, aún a sabiendas que yo ostentaba al puesto, se lo ha prometido al muchacho nuevo. Lo sabías?. Tincho se sorprende: a él también le interesa el puesto y estas declaraciones le dejan perplejo y le caen como un jarrón de agua fría. Estás seguro?; Me lo ha restregado el mismísimo Gabriel.
Tincho alza el perchero y ubica los trajes máquinalmente, tratando de disimular su consternación ante la noticia. Caio se percata y, entre frustrado y compasivo, agrega: Bueno, tu eres más joven y cuentas con el soporte de tus padres. Ya te surgirá otra oportunidad.
Tincho se indispone por el sarcasmo de su comentario, No quiero depender de mi familia, afirma con pompa. Además, supongo que tu también podrás contar con tus padres, no? Al fin de cuentas, yo también tengo varias bocas que alimentar.
Caio contesta: No entiendes nada... Además de ser mayor que tú, yo no cuento con nadie. ?bua, para qué me desgasto en explicaciones inútiles que no te interesan lo más mínimo? Y sacude melancólicamente la cabeza, hasta que la vuelve a reposar en la mesa. Tincho se da cuenta que es mejor terminar la conversación (además Caio tiene razón, mucho no le interesa), entonces se marcha, molesto por las averiguaciones que acaba de hacer.
Caio, finalmente solo, disfruta del murmullo de los últimos espectadores que ya se van; la función ha terminado. Mira ensimismado al espejo; todos los personajes de su vida titilean de forma fantasmagórica, apareciendo desde los costados de su pensamiento para declararse reales, plasmados en el cristal. Está acostumbrado con esos fantasmas, no los teme; los prefiere intangibles, lejanos, manipulables. Al fin de cuentas la lejanía ha sido el elíxir que le curó la herida y ha permitido que su alma se haya abstenido de falsas expectativas.
Se frota sistemáticamente la cavidad ocular y ve una imagen particular que va agrandándose de a poco: es la figura de Gabriel, atrapada en el limbo, entre espejo y realidad. Caio trata de ocultarla en el cajón chico, un sigiloso rincón de su memoria, con los objetos de poco uso. En el mismo cajón donde moran palabras, hechos, emociones neutralizadas que se confunden pero no se disipan.

Pero la figura regresa, se reafirma en el espejo gastado, en ese puente casi subconsciente. Desde un cierto prisma, las imágenes de Gabriel y Caio se superponen y parecen pertenecer a la misma persona, dos caras de la misma moneda. Las dos caras contienen y transmiten al unísono, la rabia, la competencia, los celos, el afecto fraternal o el viejo compañerismo.

Ese diálogo entre Caio con el cristal animado- o con sus recuerdos- es acallado por el eco recurrente de la última discusión con Gabriel. Recuerda su temple al entregarle la abominable intimación y se le caen lágrimas sobre el rostro colorado, gotas de indignación y notorio desamparo. Con un golpe seco en la mesa se desahoga: Siempre se sale con la suya. !Toda la vida igual! 
Sin embargo, en cuanto mide las inminentes consecuencias de ese documento para él, para su familia, su rostro pasa de sufrido colorado a pusilánime blanco.
Y agarra la intimación, el documento que vio el mago. El mismo mago que, ahora, espía por la ranura de la puerta del camarín. Mientras acecha, un marcado escalofrío le recorre la columna vertebral. Concluye que se trata de un presagio: la señal que indica que el misterio está a punto de ser destapado. Se dispersa un rato, embriagado por su aire de grandeza:  ?Qué otra persona, sino yo, podría realizar esta tarea con tanta eficiencia? Sin duda eso de ser el informante, de estar a la vanguardia de la noticia, es una habilidad, una dádiva; una capacidad extraordinaria para conectar con el universo, con las respuestas que él detiene; de ser el conector entre el más allá y las cosas mundanas. Y en seguida vuelve a espiarle, alimentado por la  exacerbada caricia que ha aplicado a su autoestima.
Caio manipula y escrudiña el documento, cual  tasador de antiguedades. En un arrebato, en un último aliento, rompe el papel en varios pedazos y los tira al suelo. !Canalla!Me quiere dejar sin nada... Con tantos laburos para escoger, tenía que seguirme los pasos. !Desde chico que es una maldita sanguijuela!.
El mago se frota la tupida barba, que protege la debilidad de sus facciones, mientras evalúa la información obtenida. Definitivamente se conocen y desde chicos... ?Qué contendrá ese papel?
Caio, ahora de pie, con las manos apoyadas sobre la mesa y los brazos estirados, encara nuevamente el espejo. En un momento acerca la mano derecha para tocarse, tal vez para reencontrarse en esa imagen. Escurre sus uñas arrañándolo, produciendo un desagradable chirrido. Ese ruido captura nuevamente el interés del mago, quien nota que el rostro de Caio desprende una sombría serenidad.
Suenan los pasos de los artistas que se aproximan a los camarines. Caio sale furtivamente, no quiere cruzarse con nadie. El mago se esconde, no quiere ser visto por Caio. Mientras éste se dirige al otro lado de la carpa desolada, y antes de que lleguen los demás, el mago entra al camerín y husmea entre los trozos de papel. Observa el nombre de Gabriel en un trocito y detecta algo que le quita el aliento: !Caio y Gabriel tienen el mismo apellido! Seguramente son hermanos. Pero... ?qué significa este documento?. Entonces une como puede las partes rotas y concluye que se trata de una intimación. Consumido por la curiosidad recoge esa pista fundamental y se va, determinado a desvelar el misterio por completo.
Todavía suena la canción de cierre del show, achicada, irrisoria, amonestando superficialmente al silencio insidioso. Debajo de las escaleras de las gradas, que rodean una mitad del escenario, las sombras deslizan con la brisa fría, conformando una pulcra coreografía. Se distingue la voz del Sr. Tadeo que, desde el lado izquierdo, cerca de los camarines,  da instrucciones para la limpieza del lugar; también se escucha, en el lateral opuesto, el crujir de una cajita de cartón que acaba de ser pisada: es Caio, quien camina pesadamente, buscando a Gabriel; lo halla sentado en la segunda fila de la grada.

?Quiero que me digas por qué estás empecinado en destruirme la vida?, indaga dolorido
Gabriel,  con su característico palillo de carnicero en la boca, escupe una frase carente de pasión, Yo sólo reinvindico mi derecho.
?Tu derecho? ! Pero si esa casa fue lo único que me dio en su miserable vida!
Tu te distanciaste, desheredaste de nuestro padre, de nosotros.
Él se desentendió de mí cuando murió mi madre. Únicamente le brindaba cariño y recursos a su nueva familia. Yo nunca le importé y lo sabes...
?Qué tengo yo que ver con todo esto?, dispara Gabriel
Sí, ya sé que te importo un bledo. Lo que te interesa verdaderamente es la plata.
Ya lo he dicho, tengo mis derechos... Esa casa sigue a nombre de papá. Tengo entendido que no  alcanzó a transferir la titularidad antes que falleciera, por lo tanto la casa también me pertenece. Bueno, no vale la pena discutir reiteradamente sobre tus razones y las mías. Creo que ya hablamos lo suficiente.
Se levanta, aparta el cuerpo de Caio momentáneamente anestesiado, a centímetros de distancia del suyo, y se aleja por debajo de las gradas del lateral derecho. Caio grita desaforado, ordenando que se detenga. Gabriel, de camino al almacén de trastos, hace un alto en un instante, sorprendido por alguien que surge de la nada, como un murciélago que aletea su presencia dentro de la cueva.
El Sr. Tadeo, y todo el equipo de limpieza, se asustan con los rugidos de Caio. Él despacha al personal y se presta a buscar a Tincho: quiere averiguar qué le ha dicho Caio mientras estaban arriba (todavía no sabe que Tincho también estuvo en el camarín con Caio y que mantuvieron una conversación de lo más aclaratoria).
Afuera, un cielo desnudo de estrellas y el aire helado abrazan el reseco corazón de Caio. Dibuja con sus pies un surco en la tierra rojiza, la toca y ella tiñe, impulsivamente, sus manos, sus venas, sus sentidos. De pronto ingresa al tráiler que funciona como comedor del circo.
Tincho evita el encuentro con el Sr. Tadeo, enojado por la noticia del puesto, pero éste finalmente lo halla acurrucado en uno de los camarines. Coaccionándolo se informa que Caio, al igual que el propio Tincho, se han enterado de la planeada asignación de Gabriel como asistente de dirección. No obstante, con el fin de calmar los ánimos, él lo niega. Tincho se muestra dubitativo, por lo que deduce que lo tiene controlado, que su confianza todavía perdura, traducida en una escogida inacción. Sabe que con Caio la cosa es diferente, aunque desconoce hasta qué punto. Recurre al malabarista, al enano, al payaso, a varios de los que estaban en la previa rueda de chusmeo, para obtener los detalles de la discusión que ha mencionado el mago, la que ha ocurrido entre Caio y Gabriel. Le cuentan lo que saben, en un diálogo típico de las reuniones de vecinos, donde las asimétricas voces insisten en emitirse en simultáneo. Tras minutos de datos confusos y escuetos, concluye que debe hablar con el mago para comprender lo que está sucediendo; sale del camarín y comienza a buscarlo. Observa a las personas que limpian, el escenario solitario, el fulgor de una luna adusta que invade la carpa con sus aullidos grisáceos.
Entre las sombras que bailan debajo de las gradas, avista una silueta que se dirige al almacén de trastos. Decide averiguar quien es, así que la sigue obstinadamente. Todo el elenco de artistas acompaña al Sr. Tadeo a lo lejos, a la espera de un veredicto o de una instrucción.
Cerca del almacén, escucha gritos apabullantes primero y luego un efímero alarido. Se apresura y, ya en la puerta de la habitación se depara con Caio, quién lo empuja, estampando en su camisa el rojo de la tierra y de la sangre, para desaparecer rápidamente en la penumbra. Inmediatamente prende la luz y ve el cuerpo inerte del mago que yace entre los disfraces usados.

domingo, 14 de octubre de 2012

La caricia de la luna

En lo alto destella su cíclico fulgor
irradia volcán, astroblemas, viejas montañas
y recae, con el peso y el color del plomo,
sobre el barco, sobre mi mortalidad

Melancólicamente acaricia mis recuerdos
que transitan con las corrientes marinas
para encarnarse en el diámetro terrestre
en forma de marea, valle, lluvia

Así, con un sólo lado de su faz carbónica
se adueña del vigor de mis pensamientos
y vuelca su cuerpo celeste sobre el mío
eclipsado por el yugo de un tiempo ajeno.

lunes, 8 de octubre de 2012

Amor Cortés

"Y yo, que habría querido sufrir por aquella mujer, temía que me aceptara excesivamente de prisa y me concediera excesivamente pronto un amor que yo hubiera querido pagar con una larga espera o un gran sacrificio. Los hombres somos así; y es una suerte que la imaginación deje esta poesía a los sentidos y que los deseos del cuerpo hagan esta concesión a los sueños del alma".
Armando a Margarita (Dama de las Camelias. Dumas)

Observo, sentada, cómo parpadean las lámparas halógenas de la sala gélida: se parecen al flash de las fotos, de las imágenes que fluctúan en mi mente. Emito una carcajada muda en agradecimiento al tiempo, a los cambios; aliviada por el fin de los altibajos que produjeron vértigo.  

Mientras espero por los resultados del laboratorio, por la llave de una nueva puerta, reflexiono sobre la ciclotimia de la vida y sobre los acontecimientos recientes que nos condujeron a este momento.

Pienso en Margarita, mi hermana, en las elecciones que tomó, las causas que ella misma se auto impuso y los efectos que no cesaron en aparecer. Asevero- casi lo digo en voz alta, tamaña convicción- que el desencadenante de los hechos sucesivos fue el encuentro entre ella y Osvaldo.

Cuando se conocieron, en los primeros años de facultad, desconfíe inmediatamente de su mirada sombría y sus ademanes de marajá. Margarita siempre ha sido una persona indecisa: parece una gotita en medio del océano que es arrastrada sin ton ni son; suele abdicar de sus minúsculos anhelos en detrimento de alguien que considera superior. Ese perverso comportamiento, tal vez reflejo de su superego, de su dependencia a ideales incomprendidos, le impidió proseguir con su carrera de diseño de moda, una de las tantas empresas fallidas de su corta vida.

Estaba absolutamente encandilada, consumida por la pasión y el espejismo de un porvenir asegurado, así que abandonó sus estudios, a los pocos meses de comenzar, para vivir con Osvaldo. La energía que antes direccionaba a sus propios sueños, la desvió hacia una ciega dedicación a las tareas del hogar, conforme exigencia expresa de su concubino.
Yo vi cómo se sumergió en una falacia, en un falso juego de adaptaciones; trató de convertirse a toda costa en la viva imagen de las frivolidades de Osvaldo, de su entorno: la mujer perfecta; esa irrealidad que fotos, tratamientos, cirugías, prometen- a un módico precio – a través de los canales de televisión.

Y así fue, una muñeca perfectamente maltratada. Con el pasar de los años, Osvaldo se delató. La pulcritud propia de los comerciales de crema dental fue sustituida por la negritud de las crónicas de violencia doméstica. Mi hermana permaneció al lado de su verdugo, proveedor de joyas y odio. La maldije por estúpida, por permitir y justificar las agresiones de Osvaldo hacia ella.  No lograba entender por qué se hacía cargo de su enajenada conducta, por qué se consideraba, de alguna manera, merecedora de tales malos tratos que no hacían más que aumentar.

En una tarde, como de costumbre, Margarita se presentó en mi casa. Estaba muy agitada, y sin darme un beso siquiera, empezó a descargar un arsenal de frases sorpresivas: habló de un tal Armando- a quien conoció en unas clases de culinaria- de sus charlas frecuentes, de sus gustos comunes. De repente, las lágrimas brotaron de sus ojos a borbotones y la callaron; todo su semblante se vio sumido en una profunda angustia. Luego de recuperar el aire, puesto que la culpa parecía aplastarle el pecho, confesó que salía con Armando desde hacía meses. Yo escuché atónita- la noticia realmente me agarró desprevenida- pero en seguida me entusiasmé: sabía que un nuevo amor era la influencia necesaria para que se decidiera a romper con Osvaldo; le pregunté: Y quién es ese tal Armando.
Recuerdo nítidamente cómo se le iluminó el rostro al describirlo, colmando todo el living con un arcoíris de esperanza.
-Magui, vente a vivir a mi casa por un tiempo. Si tienes un amante es porque ya no estás enamorada de Osvaldo, ¿no te parece?
- ¡¿Qué haré de mi vida?!, gemía desconsolada. No tengo trabajo, ni formación: ¿Cómo podré mantenerme?... Tú tienes tu hijo, una casa, muchas responsabilidades. No quiero ser un fardo para nadie.
-¡No eres un fardo! Yo puedo ayudarte durante una temporada, tengo unos ahorros. Entre nosotras encontraremos una solución- le dije convencida

Margarita reanudó el llanto sonoro, sosteniendo su cabeza que giraba de un lado a otro, con los codos apoyados sobre las piernas.
-no, no puedes ayudarme. Solo yo puedo decidir… ¡y no sé qué hacer!- exclamó con la voz quebrada por los sollozos

Conocía el carácter endeble de mi hermana pero no logré comprender qué otro obstáculo existía para que rehusara mi propuesta: estaba enamorada, su vida era a todas luces un martirio, ¿por qué perpetuar un suplicio?

Margarita se secó las lágrimas, me encaró y, con una seguridad atípica en ella, me dijo: “estoy embarazada y no sé quién es el padre”

Palidecí. Mareada por la noticia, me dejé caer a su lado, en el sofá
-¿Estás segura que estás embarazada?

Sacó un papel de su cartera con el resultado positivo del test de embarazo. Lo agarré con manos temblorosas.
-¿Armando o Osvaldo lo saben? !?4 meses de embarazo?!
-No se lo he dicho a nadie. Tú eres la primera persona en enterarse. No quiero que Osvaldo crie a mi hijo y tengo miedo de decírselo a Armando: ?cómo le diré que no sé quién es el padre?
-¿Pero Armando sabe que vives con tu pareja, no?
- Sí, sí, lo sabe. Pero no que mantengo relaciones sexuales con él. Yo le dije que hace meses que no nos tocamos pero no puedo esquivar las insistentes peticiones de Osvaldo…

Entonces añadió que Armando estaba muy presente en su cotidiano: se veían a menudo y hacían planes de futuro; que él inclusive le pagó unos cursitos cortos de diseño de indumentaria, formación que Osvaldo siempre se negó en abonar. Al escucharla, me dio la sensación que establecieron un tácito acuerdo: él aceptó que siguiera casada a causa de su aprieto económico, mientras ella se preparaba para ingresar al mercado laboral. Comprendí que el sacrificio de Armando era digno de novela, de esos basados en los principios del amor cortés.

Nuestra única certeza fue que ese bebé es una bendición. Tras horas de debate, decidimos que era mejor contárselo a Osvaldo lo antes posible; se enteraría más temprano que tarde. A Armando se lo contaría a posteriori.

Me sentí, pese al nerviosismo, revigorada, fortalecida; supe que las circunstancias exigían un cambio, que ante nosotras teníamos un punto y aparte, el comienzo de una nueva línea. Viví la turbación de mi hermana en mi propia carne, aunque también disfruté en silencio de la ilusión de debutar como tía.

Después de horas de tensa espera, Osvaldo telefoneó. Según lo combinado, Margarita no titubeó y lo primero que le dijo fue: "estoy embarazada". Escuché atentamente la respuesta de Osvaldo: "¿Y me lo comunicas por teléfono? Me parece de extremo mal gusto, típico en ti”. Margarita alcanzó a tartamudear un “quería contártelo cuanto antes” pero Osvaldo la interrumpió: “Siempre supe que eres una interesada, una aprovechadora. Seguro que tienes alguna tramoya engendrada y por eso tanta prisa en darme la "gran noticia"…Pues bien, vamos a develar algunos secretitos: he encontrado una carta en una de tus carteras, de un tal Armando. Parece que te conoce bastante bien... ¡Eres una ramera, no hay dudas! ¡¿Acaso tiene más plata que yo?! Quiero que me lo digas a la cara, voy a buscarte inmediatamente" y colgó.

Margarita me miró desconcertada. Con los labios y seño fruncidos, trató de rememorar de qué carta le hablaba. Súbitamente agarró su cartera, metió sus manos entumecidas y se puso a buscar con frenesí: la carta no estaba; esa carta es la declaración de Armando, la evidencia del romance entre los dos y fue, definitivamente, la única que pudo haber encontrado Osvaldo.

Pensé que quizás fuera más prudente salir de mi casa. Se lo pregunté a Margarita pero fue inútil:  estaba absorta, aturdida. Llamé al vecino- un señor octogenario, gran amigo de mis fallecidos padres- para alertarle sobre la situación.

Al poco tiempo sonó el timbre. Antes de abrir la puerta casi pude sentir la energía avasalladora que irradiaba Osvaldo. Al abrirla, noté que sus ojos tenían las pupilas dilatadas y su respiración chorreaba aire caliente. "¿Dónde está?", me preguntó a bocajarro. "Está sentada en el living. Vino derecho del hospital acá, luego de recibir el resultado de los análisis", le respondí. Él me empujó y se dirigió hacia Margarita, le agarró de la muñeca y le ordenó: "Vámonos a casa ahora mismo. Este tipo de asuntos hay que tratarlos entre la pareja, como corresponde". Y la levantó abruptamente del sofá. Yo, en un ímpetu de valentía, le advertí: "¡En mi casa exijo que se le trate a mi hermana con delicadeza!". Él me gritó tan cerca que ensordecí, sentí las gotas de su saliva rabiosa golpeándome la cara mojada de humillación.

Mi hermana, con la cabeza gacha, casi escondiéndola dentro del torso, imploró que me dejara en paz. Yo observé de reojo a Osvaldo, quien estaba de pie, con una sonrisa diabólica, disfrutando mucho del siniestro espectáculo.

"¿Y qué pasa perra... Acaso sabes quién es el padre?". Mi hermana, sin levantar la mirada, afirmó que el hijo era suyo. "¡Mírame la cara cobarde!”, Osvaldo bramó y la sacudió, atrapada de los dos brazos. Yo me acerqué, y él amenazante, tomó una estatua de bronce de la cómoda. En una fracción de segundos, Osvaldo, con el alma especialmente embrutecida, en un impulso bestial, golpeó a Margarita en el cráneo. Ella cayó de lado en el piso, semiinconsciente. Él pateó varias veces su panza. Yo le agarré las piernas en un acto desesperado, hasta que me tomó del cuello y me arrojó a un rincón.

Sonó el timbre, como un despertador divino, salvándonos de la pesadilla.  Osvaldo nos ordenó que permaneciéramos calladas. Se distinguió la voz del vecino que habló, al no obtener respuesta: “!Ya he llamado a la policía. Van a llegar en pocos minutos!”.

Osvaldo se quedó pasmado, mirando el vuelo de una mosca que, de no ser por su desvarío, pasaría inadvertida. Al despertarse de su letargo, me gruñó cual oso enjaulado, y a Margarita- una muñeca de paño- la levantó del suelo, agarrada de un brazo.
-Ella se viene conmigo, declaró.
-Te vas a complicar más todavía Osvaldo. Deja a mi hermana aquí, la policía está por llegar. Además, necesito llevarla al hospital.
- ¡Qué se muera! Con ese hijo bastardo, que nadie sabe quién es el padre!, gritó mientras le apretaba fuertemente las mejillas, casi elevándola del suelo.

En un arrebato, la tironeó bruscamente hacia atrás, recogió su campera y salió rápidamente en dirección a su auto. La policía arribó pocos minutos después.

Yo denuncié a Osvaldo por agresión deliberada e intento de homicidio de mi sobrino. Ahora no se puede acercar a Margarita, puesto que la justicia dispuso una medida cautelar de distanciamiento.

A Armando lo llamé al día siguiente, de acuerdo a los deseos de mi hermana. Desde que se enteró, no dejó de visitarla ni un solo día y se ofreció para hacer la prueba de paternidad.

Margarita ya lleva algunas semanas en este hospital. Dado que perdió bastante sangre, los doctores quieren asegurarse de que ambos, ella y su varón, un feto de 5 meses, están fuera de peligro, por lo tanto recomiendan supervisión médica constante, al menos durante un par de semanas más.

Así que vengo a diario y me siento cómoda, porque conozco muy bien esta sala fría: en las semanas que transcurrieron establecimos una paradójica complicidad, como la del terapeuta con su paciente. A ella también le conté toda la historia, con pelos y señales.

Mientras miro la gélida lámpara, que tintina un lenguaje ininteligible, hipnótico, aguardo. Oigo el tictac, el tiempo que habla, entremezclado con el eco de mi memoria, cuyos anillos sonoros van esfumándose al compás de los punteros. 
De repente, un mano sólida me toca el hombro (yo salté de la silla como si fuera a despegar vuelo, lógica reacción al súbito despertar de mi sopor): “¿Es usted la Sra. Ybarra?”, me pregunta.
Recomponiéndome le digo: “Armando es mi cuñado”.
El enfermero muestra un sobre: “Este el resultado del estudio de paternidad. Está a nombre del Sr. Armando Ybarra y debo entregárselo a él”.

-¿No me lo puede dar a mí, por favor? Mi cuñado vendrá en un par de horas, al finalizar su expediente laboral. Yo se lo entrego.
-No sé señora. Usted tiene que asegurarme que no abrirá el sobre; que se lo entregará intacto al Sr. Ybarra.

Le contesto con firmeza que sí, se lo aseguro, aunque en mi interior no había decidido si abrir el sobre o no. Logro que me lo de y disfruto al palparlo: siento una suerte de encariñamiento con ese papel doblado, con sus letras, con lo que simboliza. De repente me invade un pensamiento: si el padre es Osvaldo, ¿Qué ocurrirá? ¿Cómo se comportará él?, y se me pone toda la piel erizada.

Voy al cuarto donde está Margarita. Una luz anaranjada entra por la ventana, iluminando su rostro, que ya se ve recuperado. Miro el sobre de papel offset, con letras grises que indican: A la atención del Sr. Armando Ybarra. Y gozo, más por el deseo del cumplimiento de una sentencia que el comprobado conocimiento de los hechos, con la sonoridad del nombre Francisco Ybarra. ?Será el nombre de mi sobrino? especulo, parada al borde de su cama, mientras duerme.

Observo, a su lado derecho, un hermoso cacho de camelias rosadas, arropadas por el velo vespertino. Se las trae y cuida Armando, ya que sabe que es su flor preferida.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Tintineos de luz

Ráfagas de luz entran por la ventana entreabierta
inundan de claridad el ambiente casi hermético
y desembocan en la vastedad del silencio

Tintineos inspirados suenan en el deseo mudo
en el vientre estéril, desertor de la gestación,
que yace flojo como un aparato inutilizado

Y blanca brilla, perla en el interior de la ostra
cuyo toque de candor y belleza inapelables
tuerce las entrañas mientras rasga la memoria
volcada a hallarse y perderse entre cicatrices

Presencia que es lámina de espada filosa
que lacera los recelosos y duros escudos
para expandirse, desde dentro hacia fuera
y así liberarse de tan injusta clausura.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Verde ensueño

Enumera sus pasos. A su lado una hilera de árboles frondosos,
con sombras que tocan el infinito cielo azul, pintándolo de gris.
Se detiene. Contempla pies y hojas, estampados en el suelo
Alza sus ojos. Observa la línea trazada entre flores y piedras;
su cabeza vibra: emana olas gélidas, sopla niebla caliente
conjugando oscuridad y chispa en el verde ensueño 
Sobre estaciones multicolor, transitando noches y días
mas allá de soles, lunas, ella camina,
atraviesa su infierno, purgatorio y paraiso
para reposar en su sino, siempre por recorrer.

viernes, 31 de agosto de 2012

El aire de Buenos Aires

En pleno otoño, cuando todo muere o se transforma, el aire de Buenos Aires se renovó con nuestras miradas. Asumió una función de conductor, o tal vez de mero testigo, y generó a su vez controversia y convergencia: impune cuestionó el lazo que ayudó a establecer - invisible y onmipresente- al revelar  su veta reprochable; pero también nos convenció- puesto que nada, aun en este momento, superó la fuerza del poderoso soplido- que ese lazo contenía la esencia de lo perpetuo: un sentimiento que nunca expiraría, forjado necesariamente en lo sagrado.

Recuerdo esa noche fría, los pronunciados latidos provenientes de sus entrañas: profundos, involuntarios, hasta entonces desconocidos para ambos. Pulsaciones de frescura que nos condenaron, nos enriquecieron y finalmente nos señalaron lo que es el amor: inexpugnable...  Así pues nos embistió, contracorriente y sin previo aviso, con oleadas de ilusión perecedera.
De esa noche, de ese fatídico encuentro familiar, se alimentaron mis noches venideras; ellas albergaron el ambiguo resplandor de la vida, traducido en chispas de anhelo y frustración, persuadido por el instinto perenne de la pasión prohibida.

Ni siquiera tus diez años demás, tu experiencia, nos pudo salvar de un destino irremediable: eras mi tío, el marido de la hermana de mi mamá; cualquier otro tipo de relación entre nosotros, a excepción de la fraterna, era considerada un crimen capital, un pecado mortal.

Descubrimos lo duro que resultaba disimular la emoción, enmascararla de acuerdo a lo que se esperaba de uno. Y, tras batallas infructíferas para evitarlo, al fin fomentamos nuestro áureo secreto cual única regalía, como alas imaginarias que posibilitaron el vuelo hacia la concreción del sueño.  

Volamos juntos, durante muchos años, por el cielo de noches agridulces, teñidas de dichosa, y culposa, complicidad. Vivimos un romance marginado, fundamentado en la verdad y cubierto de mentiras, cuya integridad es incuestionable para mí.

Por lo que hoy, en un nuevo otoño, cuando todo muere o se transforma, la intensidad de nuestras miradas, coronada ya de centenas de estaciones, pulsa etérea, carente de entidad y revestida de palabras que no pudieron ser dichas. 

Solitaria contemplo la noche gélida, a ese pasado tan presente, y ante tu cuerpo inerte, derramo mis lágrimas, mis sílabas mudas, para que las portes contigo al lugar de ensueño que solo tú y yo conocemos. De esta forma, a través de mi reclamo callado, quizás el aire de Buenos Aires que ahora sopla triste, se renueve, se libere y, eternamente, nos vuelva a embestir con oleadas de ilusión perecedera...

domingo, 26 de agosto de 2012

El paseador de perros

Entre la amalgama de ruidos y sueños, reluce la voz intrépida de Martín. Ahí, justo en medio de una de las calles más cotizadas del microcentro él es, entero se encuentra con su núcleo: ser payaso. Por "su" calle, núcleo, circula un sinfín de ilusiones desertoras, de transeúntes ávidos de unos segundos de risa que les afloje el estrés del frenesí diario.

Su rutina de payaso Tony, forjada también de actos improvisados, evoca el regocijo ausente, la emoción casi infantil que albergan los corazones apáticos; y refuerza la conducta de aquellos corazones cuya frescura sigue vigente, pese a los carteles de precaución urbano, a las decepciones inherentes a la vida. Evoca, al fin, esa conexión furtiva que se da entre ellos y que es intrínsecamente la razón de su existencia.

A esa isla del júbilo común, Martín acude religiosamente por la mañana, antes que arranque el ritmo habitual de las oficinas, y cuando la noche pronuncia sus primeras notas, horario de conclusión del burocrático expediente laboral. Cuenta con clientes asiduos que le tiran algunas monedas. Algunos, amigos en un ímpetu de generosidad- hermana de la alegría- le invitan a comer o le adelantan dos semanas de labor con un fajo de billetes menudos.

Al concluir cada jornada, mientras calcula el monto recaudado, su pensamiento traba una batalla recurrente entre los números y los deseos más íntimos. Aunque siempre, su anhelo de llegar a más gente, de difundir su amor por el arte escénico, se impone fácilmente a las cuestiones más pragmáticas. Entre los vaivenes de su raciocinio, como una causa obsesiva de vida o muerte, pulula la idea de realizar su show en fiestas privadas e inclusive producirlo como un programa de televisión.

A través de una conocida que pasea perros, se le ofrece la posibilidad de hacer lo mismo. Acepta el trabajo con gusto, considerando que el dinero le servirá para comprarse un auto: condición fundamental para las fiestas privadas. Además ama a los perros y  pasearlos le produciría un enorme placer. Sin embargo, se depara con un un pequeño inconveniente: justo cuando le toca los perritos tiene que ejecutar sus funciones de payaso.

Haciendo juicio de su habilidad de buscavidas, se le ocurre un plan osado: incluirlos en su espectáculo; "al fin y al cabo son solo 30 minutos, luego podré llevarlos al parque cercano. A los dos caniches los tendré en brazos: podrán funcionar como contraugustos, como actores coadyuvantes. A los otros tres, más grandes, los dejaré atados en un poste de luz vecino", cavila.

De camino a las casas de los respectivos perritos, su mirada perdida denuncia sus proyecciones optimistas: en su cabeza giran emancipadas las innúmeras posibilidades que ellos representan para su show; planea cómo los adestrará, cómo los engalanará y piensa en los diferentes chistes que podrá incluir en la rutina. En ese estado de embriaguez los recoge y los lleva, más temprano que lo usual, a su escenario habitual. Los ata y se prepara.

Ya maquillado y vestido con ropas brillantes, se da cuenta de cómo le miran: los caniches tuercen sus cabecitas hacia la derecha, inquisitivos; los dos labradores están tumbados y levantan sus cejas, en un atisbo de sorpresa perezosa; ya el pastor alemán lo encara hiptonizado, siempre a la espera de una orden, casi en actitud premonitoria.

"No hay tiempo que perder. Empieza a arribar la gente", advierte. Entonces sostiene a los caniches y deja a los labradores y al pastor alemán atados, como planeado. Los caniches le huelen la cara, a causa del fuerte olor del maquillaje.

Así le encuentran sus clientes: inmerso en una risa desenfrenada producida por los pequeños hocicos. Hay mucha expectación entre el gentío: resulta llamativa la participación de los nuevos miembros del espectáculo, tal y como preveía Martín.

Rápidamente los presenta: pompón y algodón. Los caniches, en una reacción de vocación artística instintiva, ladran saludando a la audiencia. En el semblante de los espectadores se refleja la aceptación: hay rostros conocidos y unos cuantos nuevos, particularmente de niños que atraen a sus padres, lo cual alimenta aún más el entusiasmo de Martín.

Todo fluye a la perfección, hasta que, de pronto, un niño se larga a llorar. Martín, creyendo que su disfraz es la causa de tal inquietud y puesto que la gente empieza a alejarse, pone los caniches en el piso y se saca la nariz roja para demostrar que no hay motivo de temor. Se acerca al niño para calmarlo y, en cuanto se agacha, el pastor alemán salta como una liebre alerta y le muerde la cola. Agarrado de su pantalón, le propina fuertes latigazos, proyectándolo hacia atrás. 

Martín consigue mantenerse de pie, aunque tambalea sobre sus inmensos zapatos y termina por pisar el plato de agua de los labradores, que se alzan atolondrados como despertándose de un letargo ancestral; toda la escena entonada por los ladridos de pompón y algodón quienes dan vueltas alrededor de Martín.

Martín, en un acto desesperado por no demostrar descontrol, simula estar bailando un reggaeton- lo que se conoce como "perrear"- moviendo su cola de un lado para el otro mientras el pastor le manipula como a un títere. En este caso podríamos decir que Martín "perrea" según los acordes del perro...

Entre la audiencia unida por las carcajadas contagiosas, de pronto una mirada se asoma denotando turbación: es la mamá de Pompón y Algodón que mira incisiva tratando de identificar, si en efecto, esos perros son sus bebés.

En cuanto la señora los llama, y los caniches- que ahora ladran más intensamente, en sintonía con la euforia general- reconocen su voz, salen corriendo hacia ella, felices y exentos a las consecuencias del inesperado encuentro. Martín, aún tratando de liberarse de los dientes del pastor y del plato de agua empotrado en sus zapatos, no se percata que los caniches se han desperdigado. Hasta que enfoca hacia delante, y con sus ojos sostenidos por unas lágrimas negras de sudor, se depara con la mirada encendida de la señora, que ya está enfrente suyo, y a la que reconoce inmediatamente.

Ella, a los gritos, acusa a Martín de haberse aprovechado de sus perros y de su confianza.  Martín sonríe desconcertado y enmudece, sabe que sería mucho peor si tratara de justificarse. Entretanto los espectadores observan la escena sin comprender lo que sucede. Hasta ese instante, todo las peripecias realizadas, especialmente torpes, parecían formar parte de un show bastante original. Los niños, no obstante, ajenos a los monótonos dramas de los adultos y totalmente encandilados con los caniches, se apresuran para agarrarlos.

La señora, temerosa de que se los llevaran, dirije la atención hacia los animales. Unos cuantos niños extasiados besan y tironean a los perros, efectúan preguntas a la señora y la felicitan por el desempeño de sus bebés. Ella decide marcharse sin más, sobre todo por respetar la ilusión infantil que inevitablemente le ha ablandado el corazón.

De repente Martín se queda solo, con su sonrisa colorada apuntando hacia el cielo, pero con sus ojos apuntando hacia las negras lágrimas de sudor. El desafortunado encuentro le ha arrojado a la dura realidad: ya no podrá pasear a los perritos, puesto que no es conveniente exponerse a otro escándalo de ese calibre: pondría en riesgo su labor como payaso.

Su pesar va disipándose de a poco al contar la recaudación del día. Nunca ha ganado tanto dinero en una única función: el triple de lo que suele percibir. Recoge sus cosas, aliviado por el éxito de su alocada empresa, y se va con los labradores y el pastor a un parque cercano.

Sentado en el banco del parque, observa cómo juegan los perros entre sí. Hay muchísimos animales en el lugar y él está puntualmente pendiente: no está la cosa como para que ocurra otro incidente. En un instante ve que un perro callejero y el pastor se encaran peligrosamente: la demarcación del territorio podría convertirse en una pelea. Así que se levanta deprisa para ahuyentar al perro intruso y, al parecer estar todo en sus carriles, se sienta nuevamente.

El callejero se planta a unos metros de distancia y lo mira fijo: pareciera querer contarle un secreto. Tras esos segundos de miradas curiosas, mutuas, el perro se acerca al banco y se sienta delante de Martín; mueve su cola en un ademán de amistad, levanta su patita derecha como queriendo agarrar el bajo del pantalón y clava sus ojos vivaces en la expresión tierna y suspicaz del payaso. .

Entonces, fácil presa de ese afecto gratuito, Martín lo acaricia y le asigna un nombre: "A partir de hoy te llamarás Salvador. ¡Creo que a nuestro público tus encantos les fascinará, como ya me han conquistado a mí!"

viernes, 24 de agosto de 2012

La cosa

Expuesta la carne viva pero cosificada
y revestida nuestra alma de caretas
somos artífices de la desgracia
que asola las bases del planeta

Mientras fomentamos el velo impuro
que cubre el mismo rostro del poder
experimentamos el veneno obtuso
que distorsiona el significado del ser

Ser humano, singular, animal vulnerable
el que se alimenta de oxígeno y afecto 
cuando considerado recurso desechable
asume fielmente la identidad de objeto

sábado, 23 de junio de 2012

Amor Platónico

Apoyada sobre el vidrio que separa la incubadora de la sala de observación, recuerdo los primeros pasos- aún en el vientre materno- de mi sobrino recién nacido: Alfredo Doga Vargas. Todavía siendo una sorpresa, un deseo notorio a la vez que controversial, su corazoncito embriogénico latía rápido y contundente; pareciera anunciar los cambios de rumbo inminentes y la certeza de su condición de brújula de nuestros destinos.

Así, con una mano sobre el cristal frío- cual libro sagrado- emito una promesa: "contaré tu historia: esa en la cual participaste, pero que no recordarías..."  

Y permanezco largo rato, a merced de las imágenes y sonidos que pueblan mi mente. En la otra mano, un sobre abierto, timbrado con el logotipo de un laboratorio genético.

Sí, sí... Cuándo sea oportuno, podré contártela; te relataré cómo la divergencia se fundió en un crisol de eventos conturbados y decisiones casuales.

Describiré mi percepción de tu madre: Beatriz. Sí, te hablaré de sus errores, de su fresca ingenuidad que, pese a todo, recuperó el vigor de estrella nueva. Citaré también a Osvaldo- prefiero no ocultarte este personaje crucial, aunque me costará ser objetiva. Y sobre todo, alabaré la gran amistad que unió a Pedro y a mi hermana: tu madre.

Una sólida amistad de la infancia; su recuerdo me inunda de ternura... Parecía inquebrantable, incorruptible. Jugábamos todos juntos, con los demás chicos del club. Pero, al ritmo de la rueda incesante que es la vida, cambiamos. Ya en la adolescencia, observé como Pedro pasó a dedicar mucho más tiempo a mi hermana. Sospeché que él se había enamorado de ella.

Pero la confirmación se hizo rogar. Hasta que un día, momento en el cual la confesión era menester dadas las circunstancias, Beatriz me lo dijo... Me contó que acudió a una fiesta al aire libre con Pedro, que empezó a llover y se empaparon. La casa de Pedro estaba muy cerca del lugar, por lo que allá buscaron cobijo.

"Y entre risas y rayos, de súbito, la mirada de Pedro quedó fija en mis pezones, que se insinuaban detrás de la remera de lino blanca", susurró mi hermana con sonrisa plena. "No pudimos controlarnos, tal vez por el vino, por el cariño que nos une... No sé...Hicimos el amor". Súbitamente, su sonrisa iluminada dio lugar a unos ojos ensombrecidos. Entonces nuestra conversación se convirtió en una especie de reunión profesional, cuyo mero objetivo era trazar acciones de contingencia para volver a encajarse en el plan principal.

El plan principal consistía en perseverar en su inestable relación con Osvaldo, en sus promesas de felicidad caduca. Osvaldo era el candidato perfecto, según sus parámetros de ideal amoroso: próspero, atractivo, bien relacionado. La clase de hombre que le enorgullecería presentar a los maridos de sus amigas.

Pedro- poco agraciado, cuyos hombros sienten una atracción irrevocable hacia el suelo- no cuadraba en esa guía del hombre ideal. Así que mi hermana prefirió borrar el suceso de la noche lluviosa y la dádiva de aquélla involuntaria sonrisa brillante

A pesar de que le señalé la contradicción en que la que estaba inmersa, se dedicó de cuerpo y alma a una clase de juego de las adaptaciones. Esas amigas suyas, curiosa influencia, lucían similar: parecían descender de los mismos genes. Probablemente por las diversas cirugías estéticas a las que se sometieron- dos o tres al año, por lo menos: que si una nariz nueva para el primer hijo, una liposucción post embarazo... en fin, una lista interminable de motivos de lo más variopinta. Lo cierto es que Bea quería convertirse en la viva imagen del anhelo de su entorno, de acuerdo a la guía de la mujer perfecta, la que circula copiosamente- a un módico precio- por los canales de televisión.

Y así fue, la mujer perfecta: una muñeca perfectamente maltratada. A los pocos meses de vivir juntos, Osvaldo se delató. La pulcritud propia de los comerciales de crema dental fue sustituida por la negritud de las crónicas de violencia doméstica. Mi hermana, todavía no logro comprender las razones, permaneció al lado de su verdugo, proveedor de joyas y odio. En ese momento la maldije por estúpida, por hacer con que me sintiera impotente ante la rabia que me generaban las agresiones de Osvaldo hacia ella. Solíamos discutir a menudo, sobre todo porque ella siempre justificaba las actitudes de él, para concluir por responsabilizarse por su enajenación mental.

Hasta que, después de algunos episodios de palizas y palabras venenosas, tu madre, visiblemente aterrada, confesó que estaba embarazada y que tenía mucho miedo de decírselo a Osvaldo. Al parecer, Osvaldo descubrió que Pedro y ella habían dormido juntos. No me sorprendió al escucharlo: cualquiera que observara la mirada encendida de Pedro cuándo se encontraban, se daría cuenta de inmediato. Lo que sí me sorprendió es que Osvaldo tenía un amplio abanico de amantes, a las que no trataba de ocultar en absoluto.

La situación tendía a inmolarse de una forma u otra. Porque así es todo, querido Alfredo: las personas devienen y todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa...

Tu corazón célere y contundente, esa brújula, reclamaba su espacio en el mundo. Beatriz- reflejando tu mudo reclamo, pienso a veces- me dijo con una convicción profunda, oriunda de las entrañas: quiero tener a mi bebé.

Entonces, una tardecita en mi casa, Osvaldo telefoneó. Nosotras habíamos combinado previamente: era mejor comunicárselo a distancia. En cuanto Beatriz pronunció la frase: "estoy embarazada", se pudo escuchar con nitidez a Osvaldo que dijo: "¿Y me lo comunicas por teléfono? Me parece de extremo mal gusto, típico en ti... Voy a buscarte" y colgó.

Pensé que quizás fuera más prudente salir de mi casa.  Miré a mi hermana: nunca la vi tan pasiva... Esa escena me rescató de la memoria la película "Bambi", que veíamos de chicas. Beatriz era Bambi, un gabato asustado frente a su depredador.

Decidí por las dos. Vamos a enfrentarlo, tarde o temprano habrá que hacerlo. "Mejor llamo a Pedro", cavilé... Y así lo hice. Al comienzo el pobre no entendió nada; hacía algún tiempo que no nos hablábamos. Le resumí el panorama, le dije: "necesitamos tu soporte porque Osvaldo está muy nervioso, viene hacia mi casa y tememos la reacción que puede tener ya que acabamos de comunicarle que Beatriz está embarazada". Pedro se quedó mudo. Luego de unos dolorosos segundos, preguntó: "¿Y no está contento?". A lo que respondí: "No, no, más bien está muy enojado. No desea a ese hijo, sobre todo porque puede que no sea el padre". Pedro reaccionó consternado: "¡¿Cómo?!. En ese instante sonó el timbre: era Osvaldo. Le insistí: "vente ya. Este tipo es violento. Acaba de llegar... Tengo que abrirle la puerta".

Abrí la puerta. Osvaldo irradiaba una energía avasalladora: sus ojos tenían las pupilas dilatadas, su respiración caliente pulsaba acelerada. "¿Dónde está?", me preguntó a bocajarro. "Está sentada en el living. Vino derecho del hospital acá, luego de recibir el resultado de los análisis", le respondí. Él me empujó y se dirigió al living.  Se sentó a su lado, le agarró de la muñeca y le ordenó. "Vámonos a casa ahora mismo. Este tipo de asuntos hay que tratarlos entre la pareja, como corresponde". Y la levantó abruptamente del sofá. Yo, en un ímpetu de valentía imprudente, le advertí: "¡En mi casa exijo que se le trate a mi hermana con delicadeza!". Ese arrebato me costó escuchar toda clase de improperios; los cuáles, definitivamente, no deseo rememorar.

Mi hermana, tenía la cabeza agachada, como si quisiera esconderla dentro del torso. Un ademán que se asemejó al de Pedro. Tal vez un signo, común sin duda, de la toma de consciencia sobre la insignificancia de uno, su vulnerabilidad como ser social...

Osvaldo, de pie,  parecía disfrutar del espectáculo. Nos humillaba, escupiendo alaridos de desprecio, mientras yo rezaba para que llegara Pedro y mi hermana se encontraba rendida, presa de su debilidad.

"¿Y qué pasa perra... Acaso sabes quién es el padre?". Mi hermana, sin levantar la mirada, le afirmó que el hijo era suyo. "¡Mírame la cara covarde! ¡No te enseñaron que es de mala educación desviar la mirada!", Osvaldo gritaba, mientras la sacudía, atrapada de los dos brazos. Yo me acerqué, y él amenazante, tomó una estatua de bronce de la cómoda. La tensión en el ambiente pronosticaba lo peor... Osvaldo, en un impulso bestial, golpeó a Beatriz en la cabeza, con la estatua de bronce. Ella cayó de lado en el piso, semiinconsciente. Él, poseído, pateaba su panza. Yo le agarraba las piernas en un acto desesperado, hasta que, me tomó del cogote y me arrojó a un rincón.

Tras unos minutos de pánico y traumático martirio, sonó el timbre. Llegó Pedro. Osvaldo arrastró a tu madre hasta la cocina por los pelos y me mandó con ella. Abrió la puerta, y en cuanto vió que era Pedro, le pegó un puñetazo sin previo aviso. Pedro trató de dialogar pero Osvaldo era un caballo desbocado, que daba coces sin reflexionar.  

Se pelearon violentamente hasta que arribó la policía. Pedro- lo supe después- la había llamado. Ya en la comisaria, denunció a Osvaldo como agresor. De esa forma, Osvaldo necesitaba defenderse, lo que nos brindó un periodo de tregua.

Beatriz se tiró algunas semanas en el hospital. Los doctores querían asegurarse de que ambos, ella y tú, un feto de 5 meses, no habían sufrido mayores daños. Pedro la visitaba todos los días. La cuidaba con una diligencia innegable. Así, a través del infortunio, fortalecieron el hermoso vínculo que los unía.

Tras tres meses de ajetreo legal, una de las principales interrogantes pendientes, era la identidad de tu padre. Osvaldo, abogados de por medio- debido a que la justicia dispuso una medida cautelar de distanciamiento- declaró que no estaba dispuesto a hacerse la prueba de paternidad

Para Beatriz, creo yo, esa fue la gota que colmó el vaso. Podía soportar que Osvaldo no la quisiera como realmente es, pero que no quisiera a un posible hijo suyo, ni siquiera un poco, lo suficiente para instigarle a averiguar, le parecía patético.

Pedro, al enterarse de la decisión de Osvaldo, se ofreció para hacer el test. Finalmente, por exclusión, sabríamos quién es tu padre biológico. Aunque mucho no deberá importarte...

Aquí lo tengo, el resultado escrito con lágrimas y renacimiento, letras grises y sello; debidamente avalado con la firma del doctor.

Apoyada sobre el vidrio, reitero: sí, te contaré tu historia. Ansío que sepas valorar al noble Pedro que- si bien no es tu padre biológico- lo es en el total significado de la palabra. Es el mejor padre que podrías tener.

domingo, 10 de junio de 2012

La hazaña

A través de los lentes rectangulares, proyecta su vida con ordinaria alineación- o alienación, tal vez... Esa línea es la que segmenta su universo miope, traduce su sistema burocrático; un universo de certezas predefinidas, de tácitas teorías.

Así la observa, a través del cristal turbio, con mirada voraz, incisiva, callada. Capta todos los detalles externos, gracias a la maña de los años nutridos de escrutinio intuitivo y disciplinado.

Mira sus manos: la izquierda, la derecha. Podría ser cualquiera, la tuya o la mía... Pero son sus manos: inseguras, rosáceas, litigantes. Manos capaces de componer melodías, uniendo sílabas y acordes en perfecto equilibrio. Ellas reflejan una sensibilidad despierta y hallan, entre las grietas de la rigidez mandataria, su oasis: ese libreto liberador en el cual plasma su voz, en dónde la vuelca visceralmente, en auténtica conexión con el presente. 

Una conexión momentánea, una curva no planeada en los carriles de la razón; se disipa al segundo, perdida entre los restos de la esencia obnubilada por la sombra de la realidad.

Una realidad rutinaria, tosca. La mecánica diaria de cortar fiambre en una tienda familiar.

El hombre con sus lentes, en apariencia, es un gran defensor de las tradiciones. Afirma que son un sacrificio necesario, y gratamente se curva ante el designio de prolongar los más de 35 años que existencia del negocio.

Una rendición que, superficialmente voluntaria, ha relegado su corazón a un segundo plano, dónde apenas se le distingue.  Moribundo, es casi el cuerpo desfallecido de la pasión. En ese plano, los sueños blancos están sucios, agrisados, envejecidos. Solo vibra una luz tenue, que alumbra el papel y el bolígrafo, refugio del convaleciente.

Pero no importa. Su amabilidad y obediencia son vanagloriadas por parientes,  consideradas como el bastión de la buena educación, del modelo a seguir. Ambas apócrifas, caducas, fugaces como una sonrisa automática de buenos días. Una especie de antifaz del dolor; un adorno para la impotencia latente.

Nadie, en verdad, logra descifrar el mensaje detrás de esos rectángulos. Son un escudo que disimula la vulnerabilidad, la incontrolable frustración. Nadie percibe, pues, que en el refugio del doliente, hay un arma cargada.  Ni siquiera su propio portador.

Él, de hecho, asume su personaje. Usa sus dotes artísticas para retratar la imagen esperada. Se enorgullece de ser el modelo familiar, la cordura, la garantía de un futuro próspero. Al fin de cuentas, es de los pocos caprichos que le permite a su ego... Sí, un respiro para una mente atrapada en esa máscara que emula la conducta de otros, tal cual señala la mayoría de sus clientes : "Cada día más parecido a su padre"...

Diferente a su hermano. Éste despegó sus alas en cuanto pudo y dedicó a reconstruirse en solitario.  Un rebelde que hoy es juzgado como un egoísta, ingrato, puesto que renunció al proyecto familiar. Sobre todo por el hombre de lentes rectangulares, que se siente- y se sintió-  traicionado por el hermano mayor. Traicionado por su ídolo, su héroe, antaño su modelo a seguir. Una traición que le magulla tan aguda como su propia culpa inconsciente.

Su hermano también estima a la familia. Y vuelve al nido, tras algunos años de ausencia aventurera.  Cuenta historias fantásticas, sobre culturas lejanas, romances apasionados y experiencias inolvidables. Cautiva a la audiencia, admirada y expectante por alguna novedad específica que, sin duda, lo trae de regreso a casa. Todos lucen muy contentos, salvo el hombre de lentes rectangulares. Su mirada es, como de costumbre, ininteligible. Sus manos, no obstante, denotan un nerviosismo ascendente.

Así que en un momento, el hermano mayor anuncia la buena noticia: van a publicar su primera novela. Hay un silencio decisivo, unos minutos de incertidumbre para el portador de la novedad. Él busca la aprobación de su familia. El logro no sería completo si no es reconocido, también, por sus afectos. De a poco, los susurros de felicitación van surgiendo. Hasta el papá del clan, dueño del "imperio" al que su hijo abdicó, termina por decir: "Creí que ibas a ser un vagabundo de por vida pero veo que algo útil has hecho. Estoy orgulloso de ti".

En ese preciso instante, del otro lado de la mesa, se escucha el ruido de una copa que se rompe. Las manos temblorosas del hombre de lentes rectangulares, están cubiertas de sangre. Él ha partido la copa, en un arrebato de ira enfocada. Se levanta de inmediato, va a la cocina. Los demás cruzan miradas atónitas, preguntándose el motivo de tal ímpetu. Detrás del herido, va la madre aprensiva. Lo encuentra acalorado, ensimismado, mirando fijamente el agua que corre por sus manos ensangrentadas.  Se acerca con un trapo para limpiarle. Ella percibe que la noticia le ha afectado de una manera perturbadora.
-Déjame verte las manos. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás tan colorado?- indaga la madre
- Nada, me sorprende que ustedes aplaudan la dejadez de mi hermano en relación a su familia- responde con amargura.
- Pero dejémoslo estar. Ya sabes cómo es tu hermano... Él ha hecho otras elecciones, y nuestra tienda sigue en pie, gracias a tu sabia gestión.- dice la madre contenedora.
- Sí, estoy condenado a una vida de trabajos forzados, a una cárcel disfrazada de labor...
- ¡Pero si eres un ejemplo! El hijo que toda madre quisiera tener- refuerza su madre el papel que le corresponde...

Mientras recuerda algunas líneas borrosas de su rol de buen samaritano, se dispersa por unos segundos

- ¿Por qué no lo felicitas? Es tu hermano... ¡Además eres un chico bueno! -   la madre recita nuevamente su oración preferida

El hombre de lentes sale de la cocina con el mismo arrebato que lo ha llevado a romper la copa. Va en dirección de su hermano y le dice provocador:

- Mis felicitaciones... ¡Finalmente vas a poder ganar algo de dinero y dejarás de vivirnos!

Al hermano mayor se le nubla la apariencia. La sonrisa da lugar a una mueca de desagrado.

- Bueno, sí, siempre he ganado algo de dinero pero ahora ya no tendré que pedirles ayuda... Pero, dime,  ¿no te alegras por mi mérito?-
- Digamos que me alegro que al menos tú hayas podido realizar un sueño... Aunque una idea rumiante me persigue: creo que alguien debería pagar el precio por mi vida desgraciada. Yo ya no tengo más monedas...- responde enardecido.
El hermano mayor se le acerca con el afán de abrazarlo. Él lo empuja, lo tira al suelo. La madre se asusta y grita. El padre intenta detenerlo. Hay forcejeo, también lo tira furiosamente contra un mueble.
La madre estira su mano trémula, rogando que se detenga. Pero el hombre, ahora ya sin lentes, no responde ni siquiera a su nombre. Vuelve a la cocina. El hermano va detrás, tratando de tranquilizarlo. Toca su espalda. El hombre sin lentes gira bruscamente, portando una de las herramientas en la que es diestro: el cuchillo de cortar fiambre. El hermano se aleja aterrado. Lo encara sorprendido. Observa como el rostro carmesí, sin lentes, delata el compás acelerado de sus venas pulsantes. Ese rostro transmite un mensaje claro, a la vez que sombrío.
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan enajenado?
- ¡Me robaste la vida! Yo tuve que mantener a nuestros padres, mientras nos abandonaste para vivir un sinfín de peripecias... Y encima vienes ahora a restregármelas en la cara...
-No he venido a restregar nada, vengo a compartir...- intenta hablar el hermano pero es interrumpido por los alaridos del rostro carmesí.
-¡Soy tu víctima! Te di mi vida para que pudieras disfrutar de la tuya... Para que pudieras cumplir mi mayor sueño frustrado...

Habla sin mirarle a su hermano, camina de un lado a otro mientras enarbola el cuchillo como si fuera la extensión de su brazo. Y sigue:
- Aquí estoy: lo único que me queda es aceptar mi papel de ejemplo, de hijo perfecto; resignarme a la  vida hueca, con encefalograma plano, a la que me veo obligado a afrontar. Y encima, pese al poco fundamento que la sostiene, también quieres ocupar esa posición. No... ¿Cómo nadie se da cuenta de tu avaricia?- y se larga a llorar con una ferocidad inusitada.
La madre al verlo así, cruza el soportal de la cocina para consolarlo. Cuando le toca la cabeza, él se levanta abruptamente y le agarra del brazo. Se lo aleja con violencia. El hermano mayor reacciona con el fin de defenderla. Se le acerca de frente, en postura amenazante.
El hombre sin lentes, baja la cabeza, mira sus pies, y sin meditarlo, observa como su mano derecha ensagrentada le clava el cuchillo en el estómago... El hermano cae, en posición fetal, y pinta el piso de la cocina de horror. 
El hombre sin lentes suelta el cuchillo y empieza a golpearse la cabeza. Se acurruca en un rincón, temblando ante el horrendo espectáculo. La madre gimiente, grita descontrolada y pide auxilio. El padre llama a la ambulancia.
El hombre desnudo y acurrado, es ahora la triste imagen de la traición que ha repudiado. Al fin de cuentas siempre fue, y continuará siendo, la víctima de su propias decisiones...