domingo, 28 de octubre de 2012

Entre el aroma y el amor

La conocí a comienzos de primavera cuando empezó a frecuentar la cafetería donde trabajo, impregnando el lugar de una involuntaria esperanza.
Intercambiábamos sentencias automáticas, exclusivamente vinculadas al pedido del día. Para mí sus órdenes sonaban como cántico de golondrina y alegraban las tardes aburridas de marzo.
Poseía rasgos suaves, armoniosos, culminados por unos ojos ligeramente melancólicos. Se sentaba en la mesa número siete, cercana a la ventana que da al paseo de la Castellana,  pedía un café largo en taza grande y observaba el bullicio de la avenida.
A fuerza de sus visitas recurrentes, la mayoría en diferente compañía masculina, aprendí a interpretar sus expresiones. Su presencia me resguardaba de la monotonía de los quehaceres diarios y me ensordecía ante los gritos de los demás comensales. La observaba con tanto ahínco que terminé presa de sus encantos; establecí una relación unilateral con sus ademanes, con sus pensamientos- casi podía escucharlos- y esa relación me aportaba un sentido a la trivialidad de mi existencia, me liberaba de la mecánica cotidianidad.
Al llegar la cita de turno, ella siempre reaccionaba de la misma manera: se levantaba delicadamente, le daba un beso casto en la mejilla y sentaba a continuación; luego agarraba la taza con las dos manos, posicionándola delante suyo, como si fuera una suerte de escudo. En los primeros minutos del encuentro escrudiñaba al hombre sin piedad, mientras tomaba el café con sorbos cortos. Sin embargo, al poco rato, enfocaba su mirada en la taza casi vacía, sumida en una soledad acompañada. Presencié esa escena tantas veces que, creo, soy capaz  tocarla; mi angustia parecía eterna cuando se asomaba el efímero candidato, así como mi júbilo al ver su predestinada desgana. Ya reconocía sus acciones, sus preferencias, y pensaba que había entre nosotros una sólida empatía forjada en la convivencia; clara ventaja frente a esos señores con los cuales canjeaba, homeopáticamente, palabras insulsas, moribundas. Al fin de cuentas yo era el único que gozaba de su constancia.
En una ocasión la vi anegada en llanto. Su misteriosa crisis, en realidad, intensificó mis sentimientos, que se expandieron por mi cuerpo y me colmaron de una energía inusitada. Me atreví a hablarle sobre algo distinto que las opciones de la carta marrón, de piel sintética. Le pregunté si se encontraba bien; ella asintió con la cabeza mientras se secaba el rostro carmesí. Me arriesgué indagando si trabajaba por la zona. Con un sonrisa cordial me respondió que vivía a una cuadra.  Le retribuí con mirada dudosa, lista para volverse invisible o para arder en llamas, y empecé a hablar sin saber qué quería decir. Finalmente se me ocurrió invitarle a la merienda que había consumido. Me agradeció efusivamente, destacando la calidad del servicio prestado. La acompañé hasta la puerta, levitando. Ella señaló el edificio donde residía, me dió un beso  y se fue sin mirar hacia atrás.
Me costó volver al trabajo. Interpreté su beso como un indicio, como una firma que avalaba mis ensoñaciones vespertinas. A penas pude dormir en esa noche, contabilizando los encuentros que había asistido, cuestionándome qué representaban esos hombres y por qué su entusiasmo maquillado nunca superaba los primeros quince minutos. Me desconcertaba sobre todo que no se encandilaba con sus pretendientes, más bien los despachaba como a soldados heridos.
Pasó una dolorosa semana y regresó; estaba sola. Mientras caminaba contento hacia su mesa, me indicó a distancia, con un movimiento de labios mudos, que quería lo de siempre. Necesitaba su voz para calmar mi ansiedad, por lo me acerqué tercamente. Ella miraba su celular devotamente; ni me registró. Intenté entablar conversación pero insistió que disponía de poco tiempo porque la aguardaban en otro lugar.
Me apresuré en despachar su pedido, sintiéndome traicionado porque se encontraba con alguien en otro local: era su inminente abandono al nido de amor que construí y, por lo tanto, !El fin de mi rol de ebrio testigo! El temor me consumía al imaginar cómo sería ese adversario que no conocería. Para evadirme de mi aturdida imaginación la contemplé, agarrado a la barra, mientras preparaba el expreso. Por un instante toda su figura me pareció una obra de arte divagante, lejana, una estatua enigmática. Esa imagen evocó a mi madre, a su serena fortaleza, a su continuo silencio que tan huérfana emoción me ocasionó, y al cual siempre interpreté confusamente, según mis propias necesidades. El aroma a café recién hecho me despertó de ese letargo.
Llevé su taza humeante. Ofrecí una factura por cuenta de la casa. Me agradeció pero la rechazó, aclarando que su marido había comprado chocolates en Bélgica y que pronto comería mucho dulce. ¿Su marido?, le indagué consternado. Sí, acaba de regresar después de dos meses de viajes laborales, añadió con evidente satisfacción sin percatarse de mi disgusto.
Tomó su café rápidamente. Se despidió, me auguró mucha suerte y me dejó una jugosa propina. Fue la última vez que la vi.





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