lunes, 8 de octubre de 2012

Amor Cortés

"Y yo, que habría querido sufrir por aquella mujer, temía que me aceptara excesivamente de prisa y me concediera excesivamente pronto un amor que yo hubiera querido pagar con una larga espera o un gran sacrificio. Los hombres somos así; y es una suerte que la imaginación deje esta poesía a los sentidos y que los deseos del cuerpo hagan esta concesión a los sueños del alma".
Armando a Margarita (Dama de las Camelias. Dumas)

Observo, sentada, cómo parpadean las lámparas halógenas de la sala gélida: se parecen al flash de las fotos, de las imágenes que fluctúan en mi mente. Emito una carcajada muda en agradecimiento al tiempo, a los cambios; aliviada por el fin de los altibajos que produjeron vértigo.  

Mientras espero por los resultados del laboratorio, por la llave de una nueva puerta, reflexiono sobre la ciclotimia de la vida y sobre los acontecimientos recientes que nos condujeron a este momento.

Pienso en Margarita, mi hermana, en las elecciones que tomó, las causas que ella misma se auto impuso y los efectos que no cesaron en aparecer. Asevero- casi lo digo en voz alta, tamaña convicción- que el desencadenante de los hechos sucesivos fue el encuentro entre ella y Osvaldo.

Cuando se conocieron, en los primeros años de facultad, desconfíe inmediatamente de su mirada sombría y sus ademanes de marajá. Margarita siempre ha sido una persona indecisa: parece una gotita en medio del océano que es arrastrada sin ton ni son; suele abdicar de sus minúsculos anhelos en detrimento de alguien que considera superior. Ese perverso comportamiento, tal vez reflejo de su superego, de su dependencia a ideales incomprendidos, le impidió proseguir con su carrera de diseño de moda, una de las tantas empresas fallidas de su corta vida.

Estaba absolutamente encandilada, consumida por la pasión y el espejismo de un porvenir asegurado, así que abandonó sus estudios, a los pocos meses de comenzar, para vivir con Osvaldo. La energía que antes direccionaba a sus propios sueños, la desvió hacia una ciega dedicación a las tareas del hogar, conforme exigencia expresa de su concubino.
Yo vi cómo se sumergió en una falacia, en un falso juego de adaptaciones; trató de convertirse a toda costa en la viva imagen de las frivolidades de Osvaldo, de su entorno: la mujer perfecta; esa irrealidad que fotos, tratamientos, cirugías, prometen- a un módico precio – a través de los canales de televisión.

Y así fue, una muñeca perfectamente maltratada. Con el pasar de los años, Osvaldo se delató. La pulcritud propia de los comerciales de crema dental fue sustituida por la negritud de las crónicas de violencia doméstica. Mi hermana permaneció al lado de su verdugo, proveedor de joyas y odio. La maldije por estúpida, por permitir y justificar las agresiones de Osvaldo hacia ella.  No lograba entender por qué se hacía cargo de su enajenada conducta, por qué se consideraba, de alguna manera, merecedora de tales malos tratos que no hacían más que aumentar.

En una tarde, como de costumbre, Margarita se presentó en mi casa. Estaba muy agitada, y sin darme un beso siquiera, empezó a descargar un arsenal de frases sorpresivas: habló de un tal Armando- a quien conoció en unas clases de culinaria- de sus charlas frecuentes, de sus gustos comunes. De repente, las lágrimas brotaron de sus ojos a borbotones y la callaron; todo su semblante se vio sumido en una profunda angustia. Luego de recuperar el aire, puesto que la culpa parecía aplastarle el pecho, confesó que salía con Armando desde hacía meses. Yo escuché atónita- la noticia realmente me agarró desprevenida- pero en seguida me entusiasmé: sabía que un nuevo amor era la influencia necesaria para que se decidiera a romper con Osvaldo; le pregunté: Y quién es ese tal Armando.
Recuerdo nítidamente cómo se le iluminó el rostro al describirlo, colmando todo el living con un arcoíris de esperanza.
-Magui, vente a vivir a mi casa por un tiempo. Si tienes un amante es porque ya no estás enamorada de Osvaldo, ¿no te parece?
- ¡¿Qué haré de mi vida?!, gemía desconsolada. No tengo trabajo, ni formación: ¿Cómo podré mantenerme?... Tú tienes tu hijo, una casa, muchas responsabilidades. No quiero ser un fardo para nadie.
-¡No eres un fardo! Yo puedo ayudarte durante una temporada, tengo unos ahorros. Entre nosotras encontraremos una solución- le dije convencida

Margarita reanudó el llanto sonoro, sosteniendo su cabeza que giraba de un lado a otro, con los codos apoyados sobre las piernas.
-no, no puedes ayudarme. Solo yo puedo decidir… ¡y no sé qué hacer!- exclamó con la voz quebrada por los sollozos

Conocía el carácter endeble de mi hermana pero no logré comprender qué otro obstáculo existía para que rehusara mi propuesta: estaba enamorada, su vida era a todas luces un martirio, ¿por qué perpetuar un suplicio?

Margarita se secó las lágrimas, me encaró y, con una seguridad atípica en ella, me dijo: “estoy embarazada y no sé quién es el padre”

Palidecí. Mareada por la noticia, me dejé caer a su lado, en el sofá
-¿Estás segura que estás embarazada?

Sacó un papel de su cartera con el resultado positivo del test de embarazo. Lo agarré con manos temblorosas.
-¿Armando o Osvaldo lo saben? !?4 meses de embarazo?!
-No se lo he dicho a nadie. Tú eres la primera persona en enterarse. No quiero que Osvaldo crie a mi hijo y tengo miedo de decírselo a Armando: ?cómo le diré que no sé quién es el padre?
-¿Pero Armando sabe que vives con tu pareja, no?
- Sí, sí, lo sabe. Pero no que mantengo relaciones sexuales con él. Yo le dije que hace meses que no nos tocamos pero no puedo esquivar las insistentes peticiones de Osvaldo…

Entonces añadió que Armando estaba muy presente en su cotidiano: se veían a menudo y hacían planes de futuro; que él inclusive le pagó unos cursitos cortos de diseño de indumentaria, formación que Osvaldo siempre se negó en abonar. Al escucharla, me dio la sensación que establecieron un tácito acuerdo: él aceptó que siguiera casada a causa de su aprieto económico, mientras ella se preparaba para ingresar al mercado laboral. Comprendí que el sacrificio de Armando era digno de novela, de esos basados en los principios del amor cortés.

Nuestra única certeza fue que ese bebé es una bendición. Tras horas de debate, decidimos que era mejor contárselo a Osvaldo lo antes posible; se enteraría más temprano que tarde. A Armando se lo contaría a posteriori.

Me sentí, pese al nerviosismo, revigorada, fortalecida; supe que las circunstancias exigían un cambio, que ante nosotras teníamos un punto y aparte, el comienzo de una nueva línea. Viví la turbación de mi hermana en mi propia carne, aunque también disfruté en silencio de la ilusión de debutar como tía.

Después de horas de tensa espera, Osvaldo telefoneó. Según lo combinado, Margarita no titubeó y lo primero que le dijo fue: "estoy embarazada". Escuché atentamente la respuesta de Osvaldo: "¿Y me lo comunicas por teléfono? Me parece de extremo mal gusto, típico en ti”. Margarita alcanzó a tartamudear un “quería contártelo cuanto antes” pero Osvaldo la interrumpió: “Siempre supe que eres una interesada, una aprovechadora. Seguro que tienes alguna tramoya engendrada y por eso tanta prisa en darme la "gran noticia"…Pues bien, vamos a develar algunos secretitos: he encontrado una carta en una de tus carteras, de un tal Armando. Parece que te conoce bastante bien... ¡Eres una ramera, no hay dudas! ¡¿Acaso tiene más plata que yo?! Quiero que me lo digas a la cara, voy a buscarte inmediatamente" y colgó.

Margarita me miró desconcertada. Con los labios y seño fruncidos, trató de rememorar de qué carta le hablaba. Súbitamente agarró su cartera, metió sus manos entumecidas y se puso a buscar con frenesí: la carta no estaba; esa carta es la declaración de Armando, la evidencia del romance entre los dos y fue, definitivamente, la única que pudo haber encontrado Osvaldo.

Pensé que quizás fuera más prudente salir de mi casa. Se lo pregunté a Margarita pero fue inútil:  estaba absorta, aturdida. Llamé al vecino- un señor octogenario, gran amigo de mis fallecidos padres- para alertarle sobre la situación.

Al poco tiempo sonó el timbre. Antes de abrir la puerta casi pude sentir la energía avasalladora que irradiaba Osvaldo. Al abrirla, noté que sus ojos tenían las pupilas dilatadas y su respiración chorreaba aire caliente. "¿Dónde está?", me preguntó a bocajarro. "Está sentada en el living. Vino derecho del hospital acá, luego de recibir el resultado de los análisis", le respondí. Él me empujó y se dirigió hacia Margarita, le agarró de la muñeca y le ordenó: "Vámonos a casa ahora mismo. Este tipo de asuntos hay que tratarlos entre la pareja, como corresponde". Y la levantó abruptamente del sofá. Yo, en un ímpetu de valentía, le advertí: "¡En mi casa exijo que se le trate a mi hermana con delicadeza!". Él me gritó tan cerca que ensordecí, sentí las gotas de su saliva rabiosa golpeándome la cara mojada de humillación.

Mi hermana, con la cabeza gacha, casi escondiéndola dentro del torso, imploró que me dejara en paz. Yo observé de reojo a Osvaldo, quien estaba de pie, con una sonrisa diabólica, disfrutando mucho del siniestro espectáculo.

"¿Y qué pasa perra... Acaso sabes quién es el padre?". Mi hermana, sin levantar la mirada, afirmó que el hijo era suyo. "¡Mírame la cara cobarde!”, Osvaldo bramó y la sacudió, atrapada de los dos brazos. Yo me acerqué, y él amenazante, tomó una estatua de bronce de la cómoda. En una fracción de segundos, Osvaldo, con el alma especialmente embrutecida, en un impulso bestial, golpeó a Margarita en el cráneo. Ella cayó de lado en el piso, semiinconsciente. Él pateó varias veces su panza. Yo le agarré las piernas en un acto desesperado, hasta que me tomó del cuello y me arrojó a un rincón.

Sonó el timbre, como un despertador divino, salvándonos de la pesadilla.  Osvaldo nos ordenó que permaneciéramos calladas. Se distinguió la voz del vecino que habló, al no obtener respuesta: “!Ya he llamado a la policía. Van a llegar en pocos minutos!”.

Osvaldo se quedó pasmado, mirando el vuelo de una mosca que, de no ser por su desvarío, pasaría inadvertida. Al despertarse de su letargo, me gruñó cual oso enjaulado, y a Margarita- una muñeca de paño- la levantó del suelo, agarrada de un brazo.
-Ella se viene conmigo, declaró.
-Te vas a complicar más todavía Osvaldo. Deja a mi hermana aquí, la policía está por llegar. Además, necesito llevarla al hospital.
- ¡Qué se muera! Con ese hijo bastardo, que nadie sabe quién es el padre!, gritó mientras le apretaba fuertemente las mejillas, casi elevándola del suelo.

En un arrebato, la tironeó bruscamente hacia atrás, recogió su campera y salió rápidamente en dirección a su auto. La policía arribó pocos minutos después.

Yo denuncié a Osvaldo por agresión deliberada e intento de homicidio de mi sobrino. Ahora no se puede acercar a Margarita, puesto que la justicia dispuso una medida cautelar de distanciamiento.

A Armando lo llamé al día siguiente, de acuerdo a los deseos de mi hermana. Desde que se enteró, no dejó de visitarla ni un solo día y se ofreció para hacer la prueba de paternidad.

Margarita ya lleva algunas semanas en este hospital. Dado que perdió bastante sangre, los doctores quieren asegurarse de que ambos, ella y su varón, un feto de 5 meses, están fuera de peligro, por lo tanto recomiendan supervisión médica constante, al menos durante un par de semanas más.

Así que vengo a diario y me siento cómoda, porque conozco muy bien esta sala fría: en las semanas que transcurrieron establecimos una paradójica complicidad, como la del terapeuta con su paciente. A ella también le conté toda la historia, con pelos y señales.

Mientras miro la gélida lámpara, que tintina un lenguaje ininteligible, hipnótico, aguardo. Oigo el tictac, el tiempo que habla, entremezclado con el eco de mi memoria, cuyos anillos sonoros van esfumándose al compás de los punteros. 
De repente, un mano sólida me toca el hombro (yo salté de la silla como si fuera a despegar vuelo, lógica reacción al súbito despertar de mi sopor): “¿Es usted la Sra. Ybarra?”, me pregunta.
Recomponiéndome le digo: “Armando es mi cuñado”.
El enfermero muestra un sobre: “Este el resultado del estudio de paternidad. Está a nombre del Sr. Armando Ybarra y debo entregárselo a él”.

-¿No me lo puede dar a mí, por favor? Mi cuñado vendrá en un par de horas, al finalizar su expediente laboral. Yo se lo entrego.
-No sé señora. Usted tiene que asegurarme que no abrirá el sobre; que se lo entregará intacto al Sr. Ybarra.

Le contesto con firmeza que sí, se lo aseguro, aunque en mi interior no había decidido si abrir el sobre o no. Logro que me lo de y disfruto al palparlo: siento una suerte de encariñamiento con ese papel doblado, con sus letras, con lo que simboliza. De repente me invade un pensamiento: si el padre es Osvaldo, ¿Qué ocurrirá? ¿Cómo se comportará él?, y se me pone toda la piel erizada.

Voy al cuarto donde está Margarita. Una luz anaranjada entra por la ventana, iluminando su rostro, que ya se ve recuperado. Miro el sobre de papel offset, con letras grises que indican: A la atención del Sr. Armando Ybarra. Y gozo, más por el deseo del cumplimiento de una sentencia que el comprobado conocimiento de los hechos, con la sonoridad del nombre Francisco Ybarra. ?Será el nombre de mi sobrino? especulo, parada al borde de su cama, mientras duerme.

Observo, a su lado derecho, un hermoso cacho de camelias rosadas, arropadas por el velo vespertino. Se las trae y cuida Armando, ya que sabe que es su flor preferida.

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