domingo, 28 de octubre de 2012

Entre el aroma y el amor

La conocí a comienzos de primavera cuando empezó a frecuentar la cafetería donde trabajo, impregnando el lugar de una involuntaria esperanza.
Intercambiábamos sentencias automáticas, exclusivamente vinculadas al pedido del día. Para mí sus órdenes sonaban como cántico de golondrina y alegraban las tardes aburridas de marzo.
Poseía rasgos suaves, armoniosos, culminados por unos ojos ligeramente melancólicos. Se sentaba en la mesa número siete, cercana a la ventana que da al paseo de la Castellana,  pedía un café largo en taza grande y observaba el bullicio de la avenida.
A fuerza de sus visitas recurrentes, la mayoría en diferente compañía masculina, aprendí a interpretar sus expresiones. Su presencia me resguardaba de la monotonía de los quehaceres diarios y me ensordecía ante los gritos de los demás comensales. La observaba con tanto ahínco que terminé presa de sus encantos; establecí una relación unilateral con sus ademanes, con sus pensamientos- casi podía escucharlos- y esa relación me aportaba un sentido a la trivialidad de mi existencia, me liberaba de la mecánica cotidianidad.
Al llegar la cita de turno, ella siempre reaccionaba de la misma manera: se levantaba delicadamente, le daba un beso casto en la mejilla y sentaba a continuación; luego agarraba la taza con las dos manos, posicionándola delante suyo, como si fuera una suerte de escudo. En los primeros minutos del encuentro escrudiñaba al hombre sin piedad, mientras tomaba el café con sorbos cortos. Sin embargo, al poco rato, enfocaba su mirada en la taza casi vacía, sumida en una soledad acompañada. Presencié esa escena tantas veces que, creo, soy capaz  tocarla; mi angustia parecía eterna cuando se asomaba el efímero candidato, así como mi júbilo al ver su predestinada desgana. Ya reconocía sus acciones, sus preferencias, y pensaba que había entre nosotros una sólida empatía forjada en la convivencia; clara ventaja frente a esos señores con los cuales canjeaba, homeopáticamente, palabras insulsas, moribundas. Al fin de cuentas yo era el único que gozaba de su constancia.
En una ocasión la vi anegada en llanto. Su misteriosa crisis, en realidad, intensificó mis sentimientos, que se expandieron por mi cuerpo y me colmaron de una energía inusitada. Me atreví a hablarle sobre algo distinto que las opciones de la carta marrón, de piel sintética. Le pregunté si se encontraba bien; ella asintió con la cabeza mientras se secaba el rostro carmesí. Me arriesgué indagando si trabajaba por la zona. Con un sonrisa cordial me respondió que vivía a una cuadra.  Le retribuí con mirada dudosa, lista para volverse invisible o para arder en llamas, y empecé a hablar sin saber qué quería decir. Finalmente se me ocurrió invitarle a la merienda que había consumido. Me agradeció efusivamente, destacando la calidad del servicio prestado. La acompañé hasta la puerta, levitando. Ella señaló el edificio donde residía, me dió un beso  y se fue sin mirar hacia atrás.
Me costó volver al trabajo. Interpreté su beso como un indicio, como una firma que avalaba mis ensoñaciones vespertinas. A penas pude dormir en esa noche, contabilizando los encuentros que había asistido, cuestionándome qué representaban esos hombres y por qué su entusiasmo maquillado nunca superaba los primeros quince minutos. Me desconcertaba sobre todo que no se encandilaba con sus pretendientes, más bien los despachaba como a soldados heridos.
Pasó una dolorosa semana y regresó; estaba sola. Mientras caminaba contento hacia su mesa, me indicó a distancia, con un movimiento de labios mudos, que quería lo de siempre. Necesitaba su voz para calmar mi ansiedad, por lo me acerqué tercamente. Ella miraba su celular devotamente; ni me registró. Intenté entablar conversación pero insistió que disponía de poco tiempo porque la aguardaban en otro lugar.
Me apresuré en despachar su pedido, sintiéndome traicionado porque se encontraba con alguien en otro local: era su inminente abandono al nido de amor que construí y, por lo tanto, !El fin de mi rol de ebrio testigo! El temor me consumía al imaginar cómo sería ese adversario que no conocería. Para evadirme de mi aturdida imaginación la contemplé, agarrado a la barra, mientras preparaba el expreso. Por un instante toda su figura me pareció una obra de arte divagante, lejana, una estatua enigmática. Esa imagen evocó a mi madre, a su serena fortaleza, a su continuo silencio que tan huérfana emoción me ocasionó, y al cual siempre interpreté confusamente, según mis propias necesidades. El aroma a café recién hecho me despertó de ese letargo.
Llevé su taza humeante. Ofrecí una factura por cuenta de la casa. Me agradeció pero la rechazó, aclarando que su marido había comprado chocolates en Bélgica y que pronto comería mucho dulce. ¿Su marido?, le indagué consternado. Sí, acaba de regresar después de dos meses de viajes laborales, añadió con evidente satisfacción sin percatarse de mi disgusto.
Tomó su café rápidamente. Se despidió, me auguró mucha suerte y me dejó una jugosa propina. Fue la última vez que la vi.





lunes, 15 de octubre de 2012

Lo que es mío, es tuyo

El prestigioso trapecista, equilibrándose en un cable a metros de altitud, balancea su cuerpo sorteando la gravedad, especialmente atractiva gracias a la pesadumbre de sus ideas. Tiene los nervios entumecidos y sus ojos son cráteres que escupen lava. Súbitamente se detiene y avista en el llano una masa indivisible, disipada en la fusca distancia. Al elevar la mirada agita los brazos, causando que el cable trepide caóticamente.
Abajo se escucha el bullicio de la multitud ahora expectante: el público parece notar que ocurre algo extraño, puesto que todos miran ansiosos hacia arriba, a la espera de un pronóstico; hasta parecen alabar a un santo, a una deidad, debido a la tamaña devoción que aplican al acompañar el suceso inesperado.

En los años que lleva en el circo,  Caio jamás ha tenido una reacción similar. Sus compañeros especulan  sobre el motivo de la atípica conducta que ha adoptado en los últimos tiempos  y la achacan a la mala relación que existe entre él y Gabriel, el recién incorporado.
El mago, cuyo peso de su lengua es superior que el de todo su escuálido cuerpo, evoca el momento en el cual el jefe les presentó a Gabriel: Caio no se molestó siquiera en acercarse, detonando un rechazo gratuito, curtido. Es cierto, interrumpe el malabarista: a partir de la incorporación del nuevo al grupo, viene comportándose de forma muy rara. Hay algo entre esos dos que desconocemos.
El mago agarra repentinamente la mano del malabarista, guarda unos calculados segundos de silencio y encara a todos y cada uno de sus compañeros, dedicándoles una sonrisa ladeada de complicidad. Una vez que nota la atmósfera de intriga, triunfante devela: Sí, seguro que hay algo oculto... Justo antes de empezar la función, he visto cómo Caio le tiró un papel a la cara de Gabriel, mientras se insultaban en el camarín.
Nadie duda del mago: es una fuente fiable, los años de práctica la avalan. Entre los siete artistas agrupados, algunos miran a sus pies, cavilando sobre los efectos de la constatada pelea; otros alzan las cejas mutuamente, esperando por más aportaciones del grupo. El mago tiene el pecho ensanchado y la frente altiva según el prototipo de los grandes conquistadores. 
El Sr. Tadeo, responsable de la producción artística y director de los artistas del circo, escucha con atención a los muchachos y se muestra especialmente preocupado. Es un hombre pragmático, cortoplacista, diestro en el arte de separar (o tal vez subyugar) las emociones de los negocios. Con labios apretados, entrecejo fruncido y su sombrero tipo corona,  deambula de un lado a otro, padeciendo la inquietud de sus pensamientos: ya sea verse obligado a reembolsar el dinero a los espectadores molestos o mismo que el incidente llegara a denigrar la reputación del circo, asentado en la misma localidad desde hace años; cualquiera de las dos ideas le martirizan sobremanera. Entonces se acerca al otro trapecista, ya posicionado en la escalera de la plataforma, y le ordena que suba inmediatamente para convencer a Caio que prosiga con su acto. !Show must go on!, exclama
Arriba, Caio vacila. Avanza unos pasos pero nuevamente se detiene; su cabeza se menea como un péndulo de plomo y sus entrañas, a través de su boca, reclaman: !La vida es una burla señores! Una traición, una burla!
El otro trapecista ya está a la altura del cable. Se sostiene y le ruega: Avanza Caio. ! Vas a arruinar el show! Los espectadores están recelosos y sorprendidos... Caio no reacciona; él insiste: Vamos, acuérdate de tus compañeros. !Vamos!". Caio sufre unos espasmos extraños, como si estuviera conectado a una batería galvánica; entonces, sin voltear la cabeza para atrás, le dice:
Ese es el problema Tincho, yo he confiado demasiado en la gente... Sufrí mucho hasta que acepté mi destino, hasta que terminé por adaptarme a los demás y a las circunstancias. ¿Y qué he ganado? Nada más que traición, injusticia... Sí, hoy de decidido hablar y lo haré por lo alto, desde arriba.
!Qué me escuchen todos!
Tincho no sabe qué decir, ya que la declaración, la acusación, le resulta muy desconcertante. Mientras la procesa para replicarle, en un ademán casi involuntario, Caio se deja caer; de espaldas se desploma sobre la cama elástica y su cuerpo rebota con  taciturna premura.
La carpa se puebla de ovaciones sincronizadas y manos alzadas al instante. Entre los espectadores, algunos celebran el alivio por el fin de la duda, y otros, con agrio semblante, demuestran una burda decepción (quizás porque gozaban con la morbosa situación)
Caio, con el último rebote, sale disparado de la cama elástica y se dirige al camarín. Va caminando con la cabeza gacha, esquivándose de los focos de luz y balbuceando su mantra: "una parodia, una inmunda traición", una y otra vez.  
Gabriel observa desde un rincón de la carpa, del lado opuesto a los camarinos. Mastica un palillo con impavidez, casi ajeno a los acontecimientos de no ser por la enérgica atención que deposita en las acciones de todos los presentes, y en especial las de Caio.
El Sr. Tadeo acomoda a los espectadores que han permanecido, despeja al grupo de artistas que está un poco embobado y anuncia el próximo número del espectáculo. Para evitar un eventual problema de reputación, regala pochoclos a todos los niños, de modo a reducir el impacto de los intensos minutos de tensión que también les ha tocado vivir.
Descartado el número del trapecio, la función avanza normalmente. Caio permanece en el camarín, alumbrado por unas notas de luz amarillenta, antigua; está sentado y tiene la frente sobre las manos cruzadas, apoyadas en una mesa angosta, enmarcada por un espejo. Tincho lo encuentra y se le va acercando de puntillas. Confía en los beneficios de su aproximación: se siente, por cuenta del previo desahogo de Caio, como su confidente. Le da un golpecito amistoso en la espalda, Caio alza la cabeza por unos segundos para reposarla nuevamente sobre la mesa. Él insiste:
?Qué te pasa amigo? Nos conocemos hace 3 años y nunca te he visto tan alterado.  Se levanta abruptamente, va hacia el perchero y mueve los trajes con ansiedad; tironea con tanta ira, que termina por volcar toda la ropa en el suelo. !?Por qué no me dejan en paz?!, grita agitado. Tincho replica ofendido: ?Qué te pasa? ?Qué te he hecho yo?
Caio se abandona en la silla, y con el pulso de toro acorralado sostiene su cabellera tupida, a la vez que mira de soslayo a Tincho. Bueno, tú nada. Pero mira cómo son las cosas: yo llevo por lo menos 2 años luchando por la posición de asistente de dirección. Estoy cansado del cable, envejecido. En verdad esa posición es mi salida para brindar una mejor calidad de vida a mi familia: sí, a mis hijos, a mi mujer, a la única familia que tengo... Sin embargo, el Sr. Tadeo, esa rata codiciosa y despiadada, aún a sabiendas que yo ostentaba al puesto, se lo ha prometido al muchacho nuevo. Lo sabías?. Tincho se sorprende: a él también le interesa el puesto y estas declaraciones le dejan perplejo y le caen como un jarrón de agua fría. Estás seguro?; Me lo ha restregado el mismísimo Gabriel.
Tincho alza el perchero y ubica los trajes máquinalmente, tratando de disimular su consternación ante la noticia. Caio se percata y, entre frustrado y compasivo, agrega: Bueno, tu eres más joven y cuentas con el soporte de tus padres. Ya te surgirá otra oportunidad.
Tincho se indispone por el sarcasmo de su comentario, No quiero depender de mi familia, afirma con pompa. Además, supongo que tu también podrás contar con tus padres, no? Al fin de cuentas, yo también tengo varias bocas que alimentar.
Caio contesta: No entiendes nada... Además de ser mayor que tú, yo no cuento con nadie. ?bua, para qué me desgasto en explicaciones inútiles que no te interesan lo más mínimo? Y sacude melancólicamente la cabeza, hasta que la vuelve a reposar en la mesa. Tincho se da cuenta que es mejor terminar la conversación (además Caio tiene razón, mucho no le interesa), entonces se marcha, molesto por las averiguaciones que acaba de hacer.
Caio, finalmente solo, disfruta del murmullo de los últimos espectadores que ya se van; la función ha terminado. Mira ensimismado al espejo; todos los personajes de su vida titilean de forma fantasmagórica, apareciendo desde los costados de su pensamiento para declararse reales, plasmados en el cristal. Está acostumbrado con esos fantasmas, no los teme; los prefiere intangibles, lejanos, manipulables. Al fin de cuentas la lejanía ha sido el elíxir que le curó la herida y ha permitido que su alma se haya abstenido de falsas expectativas.
Se frota sistemáticamente la cavidad ocular y ve una imagen particular que va agrandándose de a poco: es la figura de Gabriel, atrapada en el limbo, entre espejo y realidad. Caio trata de ocultarla en el cajón chico, un sigiloso rincón de su memoria, con los objetos de poco uso. En el mismo cajón donde moran palabras, hechos, emociones neutralizadas que se confunden pero no se disipan.

Pero la figura regresa, se reafirma en el espejo gastado, en ese puente casi subconsciente. Desde un cierto prisma, las imágenes de Gabriel y Caio se superponen y parecen pertenecer a la misma persona, dos caras de la misma moneda. Las dos caras contienen y transmiten al unísono, la rabia, la competencia, los celos, el afecto fraternal o el viejo compañerismo.

Ese diálogo entre Caio con el cristal animado- o con sus recuerdos- es acallado por el eco recurrente de la última discusión con Gabriel. Recuerda su temple al entregarle la abominable intimación y se le caen lágrimas sobre el rostro colorado, gotas de indignación y notorio desamparo. Con un golpe seco en la mesa se desahoga: Siempre se sale con la suya. !Toda la vida igual! 
Sin embargo, en cuanto mide las inminentes consecuencias de ese documento para él, para su familia, su rostro pasa de sufrido colorado a pusilánime blanco.
Y agarra la intimación, el documento que vio el mago. El mismo mago que, ahora, espía por la ranura de la puerta del camarín. Mientras acecha, un marcado escalofrío le recorre la columna vertebral. Concluye que se trata de un presagio: la señal que indica que el misterio está a punto de ser destapado. Se dispersa un rato, embriagado por su aire de grandeza:  ?Qué otra persona, sino yo, podría realizar esta tarea con tanta eficiencia? Sin duda eso de ser el informante, de estar a la vanguardia de la noticia, es una habilidad, una dádiva; una capacidad extraordinaria para conectar con el universo, con las respuestas que él detiene; de ser el conector entre el más allá y las cosas mundanas. Y en seguida vuelve a espiarle, alimentado por la  exacerbada caricia que ha aplicado a su autoestima.
Caio manipula y escrudiña el documento, cual  tasador de antiguedades. En un arrebato, en un último aliento, rompe el papel en varios pedazos y los tira al suelo. !Canalla!Me quiere dejar sin nada... Con tantos laburos para escoger, tenía que seguirme los pasos. !Desde chico que es una maldita sanguijuela!.
El mago se frota la tupida barba, que protege la debilidad de sus facciones, mientras evalúa la información obtenida. Definitivamente se conocen y desde chicos... ?Qué contendrá ese papel?
Caio, ahora de pie, con las manos apoyadas sobre la mesa y los brazos estirados, encara nuevamente el espejo. En un momento acerca la mano derecha para tocarse, tal vez para reencontrarse en esa imagen. Escurre sus uñas arrañándolo, produciendo un desagradable chirrido. Ese ruido captura nuevamente el interés del mago, quien nota que el rostro de Caio desprende una sombría serenidad.
Suenan los pasos de los artistas que se aproximan a los camarines. Caio sale furtivamente, no quiere cruzarse con nadie. El mago se esconde, no quiere ser visto por Caio. Mientras éste se dirige al otro lado de la carpa desolada, y antes de que lleguen los demás, el mago entra al camerín y husmea entre los trozos de papel. Observa el nombre de Gabriel en un trocito y detecta algo que le quita el aliento: !Caio y Gabriel tienen el mismo apellido! Seguramente son hermanos. Pero... ?qué significa este documento?. Entonces une como puede las partes rotas y concluye que se trata de una intimación. Consumido por la curiosidad recoge esa pista fundamental y se va, determinado a desvelar el misterio por completo.
Todavía suena la canción de cierre del show, achicada, irrisoria, amonestando superficialmente al silencio insidioso. Debajo de las escaleras de las gradas, que rodean una mitad del escenario, las sombras deslizan con la brisa fría, conformando una pulcra coreografía. Se distingue la voz del Sr. Tadeo que, desde el lado izquierdo, cerca de los camarines,  da instrucciones para la limpieza del lugar; también se escucha, en el lateral opuesto, el crujir de una cajita de cartón que acaba de ser pisada: es Caio, quien camina pesadamente, buscando a Gabriel; lo halla sentado en la segunda fila de la grada.

?Quiero que me digas por qué estás empecinado en destruirme la vida?, indaga dolorido
Gabriel,  con su característico palillo de carnicero en la boca, escupe una frase carente de pasión, Yo sólo reinvindico mi derecho.
?Tu derecho? ! Pero si esa casa fue lo único que me dio en su miserable vida!
Tu te distanciaste, desheredaste de nuestro padre, de nosotros.
Él se desentendió de mí cuando murió mi madre. Únicamente le brindaba cariño y recursos a su nueva familia. Yo nunca le importé y lo sabes...
?Qué tengo yo que ver con todo esto?, dispara Gabriel
Sí, ya sé que te importo un bledo. Lo que te interesa verdaderamente es la plata.
Ya lo he dicho, tengo mis derechos... Esa casa sigue a nombre de papá. Tengo entendido que no  alcanzó a transferir la titularidad antes que falleciera, por lo tanto la casa también me pertenece. Bueno, no vale la pena discutir reiteradamente sobre tus razones y las mías. Creo que ya hablamos lo suficiente.
Se levanta, aparta el cuerpo de Caio momentáneamente anestesiado, a centímetros de distancia del suyo, y se aleja por debajo de las gradas del lateral derecho. Caio grita desaforado, ordenando que se detenga. Gabriel, de camino al almacén de trastos, hace un alto en un instante, sorprendido por alguien que surge de la nada, como un murciélago que aletea su presencia dentro de la cueva.
El Sr. Tadeo, y todo el equipo de limpieza, se asustan con los rugidos de Caio. Él despacha al personal y se presta a buscar a Tincho: quiere averiguar qué le ha dicho Caio mientras estaban arriba (todavía no sabe que Tincho también estuvo en el camarín con Caio y que mantuvieron una conversación de lo más aclaratoria).
Afuera, un cielo desnudo de estrellas y el aire helado abrazan el reseco corazón de Caio. Dibuja con sus pies un surco en la tierra rojiza, la toca y ella tiñe, impulsivamente, sus manos, sus venas, sus sentidos. De pronto ingresa al tráiler que funciona como comedor del circo.
Tincho evita el encuentro con el Sr. Tadeo, enojado por la noticia del puesto, pero éste finalmente lo halla acurrucado en uno de los camarines. Coaccionándolo se informa que Caio, al igual que el propio Tincho, se han enterado de la planeada asignación de Gabriel como asistente de dirección. No obstante, con el fin de calmar los ánimos, él lo niega. Tincho se muestra dubitativo, por lo que deduce que lo tiene controlado, que su confianza todavía perdura, traducida en una escogida inacción. Sabe que con Caio la cosa es diferente, aunque desconoce hasta qué punto. Recurre al malabarista, al enano, al payaso, a varios de los que estaban en la previa rueda de chusmeo, para obtener los detalles de la discusión que ha mencionado el mago, la que ha ocurrido entre Caio y Gabriel. Le cuentan lo que saben, en un diálogo típico de las reuniones de vecinos, donde las asimétricas voces insisten en emitirse en simultáneo. Tras minutos de datos confusos y escuetos, concluye que debe hablar con el mago para comprender lo que está sucediendo; sale del camarín y comienza a buscarlo. Observa a las personas que limpian, el escenario solitario, el fulgor de una luna adusta que invade la carpa con sus aullidos grisáceos.
Entre las sombras que bailan debajo de las gradas, avista una silueta que se dirige al almacén de trastos. Decide averiguar quien es, así que la sigue obstinadamente. Todo el elenco de artistas acompaña al Sr. Tadeo a lo lejos, a la espera de un veredicto o de una instrucción.
Cerca del almacén, escucha gritos apabullantes primero y luego un efímero alarido. Se apresura y, ya en la puerta de la habitación se depara con Caio, quién lo empuja, estampando en su camisa el rojo de la tierra y de la sangre, para desaparecer rápidamente en la penumbra. Inmediatamente prende la luz y ve el cuerpo inerte del mago que yace entre los disfraces usados.

domingo, 14 de octubre de 2012

La caricia de la luna

En lo alto destella su cíclico fulgor
irradia volcán, astroblemas, viejas montañas
y recae, con el peso y el color del plomo,
sobre el barco, sobre mi mortalidad

Melancólicamente acaricia mis recuerdos
que transitan con las corrientes marinas
para encarnarse en el diámetro terrestre
en forma de marea, valle, lluvia

Así, con un sólo lado de su faz carbónica
se adueña del vigor de mis pensamientos
y vuelca su cuerpo celeste sobre el mío
eclipsado por el yugo de un tiempo ajeno.

lunes, 8 de octubre de 2012

Amor Cortés

"Y yo, que habría querido sufrir por aquella mujer, temía que me aceptara excesivamente de prisa y me concediera excesivamente pronto un amor que yo hubiera querido pagar con una larga espera o un gran sacrificio. Los hombres somos así; y es una suerte que la imaginación deje esta poesía a los sentidos y que los deseos del cuerpo hagan esta concesión a los sueños del alma".
Armando a Margarita (Dama de las Camelias. Dumas)

Observo, sentada, cómo parpadean las lámparas halógenas de la sala gélida: se parecen al flash de las fotos, de las imágenes que fluctúan en mi mente. Emito una carcajada muda en agradecimiento al tiempo, a los cambios; aliviada por el fin de los altibajos que produjeron vértigo.  

Mientras espero por los resultados del laboratorio, por la llave de una nueva puerta, reflexiono sobre la ciclotimia de la vida y sobre los acontecimientos recientes que nos condujeron a este momento.

Pienso en Margarita, mi hermana, en las elecciones que tomó, las causas que ella misma se auto impuso y los efectos que no cesaron en aparecer. Asevero- casi lo digo en voz alta, tamaña convicción- que el desencadenante de los hechos sucesivos fue el encuentro entre ella y Osvaldo.

Cuando se conocieron, en los primeros años de facultad, desconfíe inmediatamente de su mirada sombría y sus ademanes de marajá. Margarita siempre ha sido una persona indecisa: parece una gotita en medio del océano que es arrastrada sin ton ni son; suele abdicar de sus minúsculos anhelos en detrimento de alguien que considera superior. Ese perverso comportamiento, tal vez reflejo de su superego, de su dependencia a ideales incomprendidos, le impidió proseguir con su carrera de diseño de moda, una de las tantas empresas fallidas de su corta vida.

Estaba absolutamente encandilada, consumida por la pasión y el espejismo de un porvenir asegurado, así que abandonó sus estudios, a los pocos meses de comenzar, para vivir con Osvaldo. La energía que antes direccionaba a sus propios sueños, la desvió hacia una ciega dedicación a las tareas del hogar, conforme exigencia expresa de su concubino.
Yo vi cómo se sumergió en una falacia, en un falso juego de adaptaciones; trató de convertirse a toda costa en la viva imagen de las frivolidades de Osvaldo, de su entorno: la mujer perfecta; esa irrealidad que fotos, tratamientos, cirugías, prometen- a un módico precio – a través de los canales de televisión.

Y así fue, una muñeca perfectamente maltratada. Con el pasar de los años, Osvaldo se delató. La pulcritud propia de los comerciales de crema dental fue sustituida por la negritud de las crónicas de violencia doméstica. Mi hermana permaneció al lado de su verdugo, proveedor de joyas y odio. La maldije por estúpida, por permitir y justificar las agresiones de Osvaldo hacia ella.  No lograba entender por qué se hacía cargo de su enajenada conducta, por qué se consideraba, de alguna manera, merecedora de tales malos tratos que no hacían más que aumentar.

En una tarde, como de costumbre, Margarita se presentó en mi casa. Estaba muy agitada, y sin darme un beso siquiera, empezó a descargar un arsenal de frases sorpresivas: habló de un tal Armando- a quien conoció en unas clases de culinaria- de sus charlas frecuentes, de sus gustos comunes. De repente, las lágrimas brotaron de sus ojos a borbotones y la callaron; todo su semblante se vio sumido en una profunda angustia. Luego de recuperar el aire, puesto que la culpa parecía aplastarle el pecho, confesó que salía con Armando desde hacía meses. Yo escuché atónita- la noticia realmente me agarró desprevenida- pero en seguida me entusiasmé: sabía que un nuevo amor era la influencia necesaria para que se decidiera a romper con Osvaldo; le pregunté: Y quién es ese tal Armando.
Recuerdo nítidamente cómo se le iluminó el rostro al describirlo, colmando todo el living con un arcoíris de esperanza.
-Magui, vente a vivir a mi casa por un tiempo. Si tienes un amante es porque ya no estás enamorada de Osvaldo, ¿no te parece?
- ¡¿Qué haré de mi vida?!, gemía desconsolada. No tengo trabajo, ni formación: ¿Cómo podré mantenerme?... Tú tienes tu hijo, una casa, muchas responsabilidades. No quiero ser un fardo para nadie.
-¡No eres un fardo! Yo puedo ayudarte durante una temporada, tengo unos ahorros. Entre nosotras encontraremos una solución- le dije convencida

Margarita reanudó el llanto sonoro, sosteniendo su cabeza que giraba de un lado a otro, con los codos apoyados sobre las piernas.
-no, no puedes ayudarme. Solo yo puedo decidir… ¡y no sé qué hacer!- exclamó con la voz quebrada por los sollozos

Conocía el carácter endeble de mi hermana pero no logré comprender qué otro obstáculo existía para que rehusara mi propuesta: estaba enamorada, su vida era a todas luces un martirio, ¿por qué perpetuar un suplicio?

Margarita se secó las lágrimas, me encaró y, con una seguridad atípica en ella, me dijo: “estoy embarazada y no sé quién es el padre”

Palidecí. Mareada por la noticia, me dejé caer a su lado, en el sofá
-¿Estás segura que estás embarazada?

Sacó un papel de su cartera con el resultado positivo del test de embarazo. Lo agarré con manos temblorosas.
-¿Armando o Osvaldo lo saben? !?4 meses de embarazo?!
-No se lo he dicho a nadie. Tú eres la primera persona en enterarse. No quiero que Osvaldo crie a mi hijo y tengo miedo de decírselo a Armando: ?cómo le diré que no sé quién es el padre?
-¿Pero Armando sabe que vives con tu pareja, no?
- Sí, sí, lo sabe. Pero no que mantengo relaciones sexuales con él. Yo le dije que hace meses que no nos tocamos pero no puedo esquivar las insistentes peticiones de Osvaldo…

Entonces añadió que Armando estaba muy presente en su cotidiano: se veían a menudo y hacían planes de futuro; que él inclusive le pagó unos cursitos cortos de diseño de indumentaria, formación que Osvaldo siempre se negó en abonar. Al escucharla, me dio la sensación que establecieron un tácito acuerdo: él aceptó que siguiera casada a causa de su aprieto económico, mientras ella se preparaba para ingresar al mercado laboral. Comprendí que el sacrificio de Armando era digno de novela, de esos basados en los principios del amor cortés.

Nuestra única certeza fue que ese bebé es una bendición. Tras horas de debate, decidimos que era mejor contárselo a Osvaldo lo antes posible; se enteraría más temprano que tarde. A Armando se lo contaría a posteriori.

Me sentí, pese al nerviosismo, revigorada, fortalecida; supe que las circunstancias exigían un cambio, que ante nosotras teníamos un punto y aparte, el comienzo de una nueva línea. Viví la turbación de mi hermana en mi propia carne, aunque también disfruté en silencio de la ilusión de debutar como tía.

Después de horas de tensa espera, Osvaldo telefoneó. Según lo combinado, Margarita no titubeó y lo primero que le dijo fue: "estoy embarazada". Escuché atentamente la respuesta de Osvaldo: "¿Y me lo comunicas por teléfono? Me parece de extremo mal gusto, típico en ti”. Margarita alcanzó a tartamudear un “quería contártelo cuanto antes” pero Osvaldo la interrumpió: “Siempre supe que eres una interesada, una aprovechadora. Seguro que tienes alguna tramoya engendrada y por eso tanta prisa en darme la "gran noticia"…Pues bien, vamos a develar algunos secretitos: he encontrado una carta en una de tus carteras, de un tal Armando. Parece que te conoce bastante bien... ¡Eres una ramera, no hay dudas! ¡¿Acaso tiene más plata que yo?! Quiero que me lo digas a la cara, voy a buscarte inmediatamente" y colgó.

Margarita me miró desconcertada. Con los labios y seño fruncidos, trató de rememorar de qué carta le hablaba. Súbitamente agarró su cartera, metió sus manos entumecidas y se puso a buscar con frenesí: la carta no estaba; esa carta es la declaración de Armando, la evidencia del romance entre los dos y fue, definitivamente, la única que pudo haber encontrado Osvaldo.

Pensé que quizás fuera más prudente salir de mi casa. Se lo pregunté a Margarita pero fue inútil:  estaba absorta, aturdida. Llamé al vecino- un señor octogenario, gran amigo de mis fallecidos padres- para alertarle sobre la situación.

Al poco tiempo sonó el timbre. Antes de abrir la puerta casi pude sentir la energía avasalladora que irradiaba Osvaldo. Al abrirla, noté que sus ojos tenían las pupilas dilatadas y su respiración chorreaba aire caliente. "¿Dónde está?", me preguntó a bocajarro. "Está sentada en el living. Vino derecho del hospital acá, luego de recibir el resultado de los análisis", le respondí. Él me empujó y se dirigió hacia Margarita, le agarró de la muñeca y le ordenó: "Vámonos a casa ahora mismo. Este tipo de asuntos hay que tratarlos entre la pareja, como corresponde". Y la levantó abruptamente del sofá. Yo, en un ímpetu de valentía, le advertí: "¡En mi casa exijo que se le trate a mi hermana con delicadeza!". Él me gritó tan cerca que ensordecí, sentí las gotas de su saliva rabiosa golpeándome la cara mojada de humillación.

Mi hermana, con la cabeza gacha, casi escondiéndola dentro del torso, imploró que me dejara en paz. Yo observé de reojo a Osvaldo, quien estaba de pie, con una sonrisa diabólica, disfrutando mucho del siniestro espectáculo.

"¿Y qué pasa perra... Acaso sabes quién es el padre?". Mi hermana, sin levantar la mirada, afirmó que el hijo era suyo. "¡Mírame la cara cobarde!”, Osvaldo bramó y la sacudió, atrapada de los dos brazos. Yo me acerqué, y él amenazante, tomó una estatua de bronce de la cómoda. En una fracción de segundos, Osvaldo, con el alma especialmente embrutecida, en un impulso bestial, golpeó a Margarita en el cráneo. Ella cayó de lado en el piso, semiinconsciente. Él pateó varias veces su panza. Yo le agarré las piernas en un acto desesperado, hasta que me tomó del cuello y me arrojó a un rincón.

Sonó el timbre, como un despertador divino, salvándonos de la pesadilla.  Osvaldo nos ordenó que permaneciéramos calladas. Se distinguió la voz del vecino que habló, al no obtener respuesta: “!Ya he llamado a la policía. Van a llegar en pocos minutos!”.

Osvaldo se quedó pasmado, mirando el vuelo de una mosca que, de no ser por su desvarío, pasaría inadvertida. Al despertarse de su letargo, me gruñó cual oso enjaulado, y a Margarita- una muñeca de paño- la levantó del suelo, agarrada de un brazo.
-Ella se viene conmigo, declaró.
-Te vas a complicar más todavía Osvaldo. Deja a mi hermana aquí, la policía está por llegar. Además, necesito llevarla al hospital.
- ¡Qué se muera! Con ese hijo bastardo, que nadie sabe quién es el padre!, gritó mientras le apretaba fuertemente las mejillas, casi elevándola del suelo.

En un arrebato, la tironeó bruscamente hacia atrás, recogió su campera y salió rápidamente en dirección a su auto. La policía arribó pocos minutos después.

Yo denuncié a Osvaldo por agresión deliberada e intento de homicidio de mi sobrino. Ahora no se puede acercar a Margarita, puesto que la justicia dispuso una medida cautelar de distanciamiento.

A Armando lo llamé al día siguiente, de acuerdo a los deseos de mi hermana. Desde que se enteró, no dejó de visitarla ni un solo día y se ofreció para hacer la prueba de paternidad.

Margarita ya lleva algunas semanas en este hospital. Dado que perdió bastante sangre, los doctores quieren asegurarse de que ambos, ella y su varón, un feto de 5 meses, están fuera de peligro, por lo tanto recomiendan supervisión médica constante, al menos durante un par de semanas más.

Así que vengo a diario y me siento cómoda, porque conozco muy bien esta sala fría: en las semanas que transcurrieron establecimos una paradójica complicidad, como la del terapeuta con su paciente. A ella también le conté toda la historia, con pelos y señales.

Mientras miro la gélida lámpara, que tintina un lenguaje ininteligible, hipnótico, aguardo. Oigo el tictac, el tiempo que habla, entremezclado con el eco de mi memoria, cuyos anillos sonoros van esfumándose al compás de los punteros. 
De repente, un mano sólida me toca el hombro (yo salté de la silla como si fuera a despegar vuelo, lógica reacción al súbito despertar de mi sopor): “¿Es usted la Sra. Ybarra?”, me pregunta.
Recomponiéndome le digo: “Armando es mi cuñado”.
El enfermero muestra un sobre: “Este el resultado del estudio de paternidad. Está a nombre del Sr. Armando Ybarra y debo entregárselo a él”.

-¿No me lo puede dar a mí, por favor? Mi cuñado vendrá en un par de horas, al finalizar su expediente laboral. Yo se lo entrego.
-No sé señora. Usted tiene que asegurarme que no abrirá el sobre; que se lo entregará intacto al Sr. Ybarra.

Le contesto con firmeza que sí, se lo aseguro, aunque en mi interior no había decidido si abrir el sobre o no. Logro que me lo de y disfruto al palparlo: siento una suerte de encariñamiento con ese papel doblado, con sus letras, con lo que simboliza. De repente me invade un pensamiento: si el padre es Osvaldo, ¿Qué ocurrirá? ¿Cómo se comportará él?, y se me pone toda la piel erizada.

Voy al cuarto donde está Margarita. Una luz anaranjada entra por la ventana, iluminando su rostro, que ya se ve recuperado. Miro el sobre de papel offset, con letras grises que indican: A la atención del Sr. Armando Ybarra. Y gozo, más por el deseo del cumplimiento de una sentencia que el comprobado conocimiento de los hechos, con la sonoridad del nombre Francisco Ybarra. ?Será el nombre de mi sobrino? especulo, parada al borde de su cama, mientras duerme.

Observo, a su lado derecho, un hermoso cacho de camelias rosadas, arropadas por el velo vespertino. Se las trae y cuida Armando, ya que sabe que es su flor preferida.