domingo, 26 de agosto de 2012

El paseador de perros

Entre la amalgama de ruidos y sueños, reluce la voz intrépida de Martín. Ahí, justo en medio de una de las calles más cotizadas del microcentro él es, entero se encuentra con su núcleo: ser payaso. Por "su" calle, núcleo, circula un sinfín de ilusiones desertoras, de transeúntes ávidos de unos segundos de risa que les afloje el estrés del frenesí diario.

Su rutina de payaso Tony, forjada también de actos improvisados, evoca el regocijo ausente, la emoción casi infantil que albergan los corazones apáticos; y refuerza la conducta de aquellos corazones cuya frescura sigue vigente, pese a los carteles de precaución urbano, a las decepciones inherentes a la vida. Evoca, al fin, esa conexión furtiva que se da entre ellos y que es intrínsecamente la razón de su existencia.

A esa isla del júbilo común, Martín acude religiosamente por la mañana, antes que arranque el ritmo habitual de las oficinas, y cuando la noche pronuncia sus primeras notas, horario de conclusión del burocrático expediente laboral. Cuenta con clientes asiduos que le tiran algunas monedas. Algunos, amigos en un ímpetu de generosidad- hermana de la alegría- le invitan a comer o le adelantan dos semanas de labor con un fajo de billetes menudos.

Al concluir cada jornada, mientras calcula el monto recaudado, su pensamiento traba una batalla recurrente entre los números y los deseos más íntimos. Aunque siempre, su anhelo de llegar a más gente, de difundir su amor por el arte escénico, se impone fácilmente a las cuestiones más pragmáticas. Entre los vaivenes de su raciocinio, como una causa obsesiva de vida o muerte, pulula la idea de realizar su show en fiestas privadas e inclusive producirlo como un programa de televisión.

A través de una conocida que pasea perros, se le ofrece la posibilidad de hacer lo mismo. Acepta el trabajo con gusto, considerando que el dinero le servirá para comprarse un auto: condición fundamental para las fiestas privadas. Además ama a los perros y  pasearlos le produciría un enorme placer. Sin embargo, se depara con un un pequeño inconveniente: justo cuando le toca los perritos tiene que ejecutar sus funciones de payaso.

Haciendo juicio de su habilidad de buscavidas, se le ocurre un plan osado: incluirlos en su espectáculo; "al fin y al cabo son solo 30 minutos, luego podré llevarlos al parque cercano. A los dos caniches los tendré en brazos: podrán funcionar como contraugustos, como actores coadyuvantes. A los otros tres, más grandes, los dejaré atados en un poste de luz vecino", cavila.

De camino a las casas de los respectivos perritos, su mirada perdida denuncia sus proyecciones optimistas: en su cabeza giran emancipadas las innúmeras posibilidades que ellos representan para su show; planea cómo los adestrará, cómo los engalanará y piensa en los diferentes chistes que podrá incluir en la rutina. En ese estado de embriaguez los recoge y los lleva, más temprano que lo usual, a su escenario habitual. Los ata y se prepara.

Ya maquillado y vestido con ropas brillantes, se da cuenta de cómo le miran: los caniches tuercen sus cabecitas hacia la derecha, inquisitivos; los dos labradores están tumbados y levantan sus cejas, en un atisbo de sorpresa perezosa; ya el pastor alemán lo encara hiptonizado, siempre a la espera de una orden, casi en actitud premonitoria.

"No hay tiempo que perder. Empieza a arribar la gente", advierte. Entonces sostiene a los caniches y deja a los labradores y al pastor alemán atados, como planeado. Los caniches le huelen la cara, a causa del fuerte olor del maquillaje.

Así le encuentran sus clientes: inmerso en una risa desenfrenada producida por los pequeños hocicos. Hay mucha expectación entre el gentío: resulta llamativa la participación de los nuevos miembros del espectáculo, tal y como preveía Martín.

Rápidamente los presenta: pompón y algodón. Los caniches, en una reacción de vocación artística instintiva, ladran saludando a la audiencia. En el semblante de los espectadores se refleja la aceptación: hay rostros conocidos y unos cuantos nuevos, particularmente de niños que atraen a sus padres, lo cual alimenta aún más el entusiasmo de Martín.

Todo fluye a la perfección, hasta que, de pronto, un niño se larga a llorar. Martín, creyendo que su disfraz es la causa de tal inquietud y puesto que la gente empieza a alejarse, pone los caniches en el piso y se saca la nariz roja para demostrar que no hay motivo de temor. Se acerca al niño para calmarlo y, en cuanto se agacha, el pastor alemán salta como una liebre alerta y le muerde la cola. Agarrado de su pantalón, le propina fuertes latigazos, proyectándolo hacia atrás. 

Martín consigue mantenerse de pie, aunque tambalea sobre sus inmensos zapatos y termina por pisar el plato de agua de los labradores, que se alzan atolondrados como despertándose de un letargo ancestral; toda la escena entonada por los ladridos de pompón y algodón quienes dan vueltas alrededor de Martín.

Martín, en un acto desesperado por no demostrar descontrol, simula estar bailando un reggaeton- lo que se conoce como "perrear"- moviendo su cola de un lado para el otro mientras el pastor le manipula como a un títere. En este caso podríamos decir que Martín "perrea" según los acordes del perro...

Entre la audiencia unida por las carcajadas contagiosas, de pronto una mirada se asoma denotando turbación: es la mamá de Pompón y Algodón que mira incisiva tratando de identificar, si en efecto, esos perros son sus bebés.

En cuanto la señora los llama, y los caniches- que ahora ladran más intensamente, en sintonía con la euforia general- reconocen su voz, salen corriendo hacia ella, felices y exentos a las consecuencias del inesperado encuentro. Martín, aún tratando de liberarse de los dientes del pastor y del plato de agua empotrado en sus zapatos, no se percata que los caniches se han desperdigado. Hasta que enfoca hacia delante, y con sus ojos sostenidos por unas lágrimas negras de sudor, se depara con la mirada encendida de la señora, que ya está enfrente suyo, y a la que reconoce inmediatamente.

Ella, a los gritos, acusa a Martín de haberse aprovechado de sus perros y de su confianza.  Martín sonríe desconcertado y enmudece, sabe que sería mucho peor si tratara de justificarse. Entretanto los espectadores observan la escena sin comprender lo que sucede. Hasta ese instante, todo las peripecias realizadas, especialmente torpes, parecían formar parte de un show bastante original. Los niños, no obstante, ajenos a los monótonos dramas de los adultos y totalmente encandilados con los caniches, se apresuran para agarrarlos.

La señora, temerosa de que se los llevaran, dirije la atención hacia los animales. Unos cuantos niños extasiados besan y tironean a los perros, efectúan preguntas a la señora y la felicitan por el desempeño de sus bebés. Ella decide marcharse sin más, sobre todo por respetar la ilusión infantil que inevitablemente le ha ablandado el corazón.

De repente Martín se queda solo, con su sonrisa colorada apuntando hacia el cielo, pero con sus ojos apuntando hacia las negras lágrimas de sudor. El desafortunado encuentro le ha arrojado a la dura realidad: ya no podrá pasear a los perritos, puesto que no es conveniente exponerse a otro escándalo de ese calibre: pondría en riesgo su labor como payaso.

Su pesar va disipándose de a poco al contar la recaudación del día. Nunca ha ganado tanto dinero en una única función: el triple de lo que suele percibir. Recoge sus cosas, aliviado por el éxito de su alocada empresa, y se va con los labradores y el pastor a un parque cercano.

Sentado en el banco del parque, observa cómo juegan los perros entre sí. Hay muchísimos animales en el lugar y él está puntualmente pendiente: no está la cosa como para que ocurra otro incidente. En un instante ve que un perro callejero y el pastor se encaran peligrosamente: la demarcación del territorio podría convertirse en una pelea. Así que se levanta deprisa para ahuyentar al perro intruso y, al parecer estar todo en sus carriles, se sienta nuevamente.

El callejero se planta a unos metros de distancia y lo mira fijo: pareciera querer contarle un secreto. Tras esos segundos de miradas curiosas, mutuas, el perro se acerca al banco y se sienta delante de Martín; mueve su cola en un ademán de amistad, levanta su patita derecha como queriendo agarrar el bajo del pantalón y clava sus ojos vivaces en la expresión tierna y suspicaz del payaso. .

Entonces, fácil presa de ese afecto gratuito, Martín lo acaricia y le asigna un nombre: "A partir de hoy te llamarás Salvador. ¡Creo que a nuestro público tus encantos les fascinará, como ya me han conquistado a mí!"

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