lunes, 10 de diciembre de 2012

La estación de tren

En un domingo soleado de verano ella miraba fijo hacia arriba, con los ojos achinados, apretados, protegidos de la luz intensa, mientras los demás pasajeros se peleaban por las pocas sombras que brindaba el escueto techo de mampostería. Solitaria se aferraba a una de las columnas de hierro, expuesta a su memoria, al sol, al calor que provenía de los rieles y abrasaba a sus recuerdos asfixiantes. Tras cuarenta minutos de espera, el gentío empezó a quejarse y la transpiración ya se le escurría a raudales por el cuerpo, ubicándola de nuevo, momentáneamente, en esa estación de tren. De pronto se secó el sudor del rostro y contempló los humildes edificios del barrio colindante, las fachadas desteñidas por los años, los mínimos balcones con plantas resecas; volvió su atención a una familia que jugaba con su bebé y, en sus facciones endurecidas por un dolor incógnito, se le dibujó una mueca que transmitía entre desilusión y ternura.
La molestia de su garganta resultaba insoportable por lo que se dirigió hasta el quiosco para comprar agua. Un joven la observaba, atraído por sus curvas tostadas, por su vulnerable soledad. Le sonrió pero ella continuó caminando con la cabeza gacha, con la mirada perdida en la raya amarilla del piso, mientras mascaba un chicle como si cada mordida  tuviera un significado particular, como si el lento rechinar de sus dientes intentara cortar, digerir de a poco la tensión, la que entumecía su alma y casi podía nublar el cielo despejado de diciembre . El muchacho la escoltó durante unos minutos, sin que ella lo percibiera, hasta que se atrevió a tocarle el hombro por detrás y le dijo: ¡Qué lindo día! . Extraída repentinamente de su estupor, lo miró de soslayo, asintió y apresuró sus pasos hasta encontrar cobijo en un frondoso sauce llorón, asomado en el lateral derecho de la estación. El joven se acercó nuevamente e insistió: ¡¿Cómo tarda el tren no?!, la verdad es que llevo poco en Buenos Aires y no sé si esto es normal. ¿Los trenes están funcionando, cierto? Ella bebía el agua con sorbos cortos, sin despegar la botella de la boca, sin encararlo. Tanto la proximidad del muchacho como los rasguños que le propinaba el líquido en su traquea la inquietaban sobremanera; abruptamente le respondió que sí había trenes y se dispuso a buscar algo en su bolso, recusando cualquier tipo de interacción. ¿De dónde es?, le indagó el muchacho al percibir un acento raro. ¿Qué importa de dónde soy?, contestó sin más.  Bueno, bueno, no hace falta que se ponga así, no le quedan bien tantos nervios a una mujer tan linda como usted.
Ella agregó educamente: Mire, tuve un día muy complicado, me duelen los pies porque tuve que caminar mucho hasta aquí. Sencillamente no tengo ganas de hablar. Al muchacho no parecía importarle su rechazo, porque aunque se calló, permaneció a su lado; para él se trataba tan sólo de una  parada estratégica. Se percató que le temblaba la mano en un momento y decidió cambiar la táctica de abordaje: ¿Está usted bien? Noto que le tiembla la mano... ¿Necesita que le ayude? Sentada en el suelo, le dedicó una fugaz sonrisa de cortesía,  a la vez que deslizó los dedos por su negra melena larga, girando la cara hacia la dirección opuesta a la del joven. Él consideró ese gesto como una especie de aprobación y se sentó a su lado. ¡Déjeme sola, se lo pido! , reiteró la mujer al tiempo que se levantó. ¡No se les entiende a las mujeres! ¿Vos venís con este pantalón muy corto, con este escote provocador y no querés que se te acerquen los hombres? ¡Sos una histérica como todas las demás! Con la voz entrecortada por un llanto incontrolable, ella trató de tartamudear una justificación, defendiéndose de él, de sus propios miedos, de la incomprensión ancestral. Sus lágrimas desconcertaron al joven, quien finalmente desechó nuevos intentos.
El transporte arribó; ella corrió para entrar en un vagón. Ya en el interior del tren, pese a la incomodidad de la muchedumbre que se apretujaba, la mujer exhaló un suspiro y su rostro se relajó notablemente, como si el vagón fuera un refugio que la abrigara de una tempestad de granizos, que la protegiera del ataque mortal de un animal salvaje. Una señora le pisó el pie desintencionadamente; la mujer la miró con los ojos todavía húmedos, con una expresión de cansancio inherente a la conclusión de una atribulada jornada; la señora mayor se dio cuenta de su estado y se aprestó a observarla discretamente. Vió que en el cuello de la mujer había algunos moretones y una línea roja semejante a una gargantilla tatuada en la piel blanca. Yo conozco una pomada excelente para los cardenales pero tal vez tenga que hacerse ver por un médico, agregó la señora. !Muchas Gracias¡ La pomada me ayudará a erradicar las marcas de mi piel probablemente.... Sin embargo creo que mucho más me costará borrar la huella que esos moretones han impreso en mi corazón.