El prestigioso trapecista, equilibrándose en un cable a metros de altitud, balancea su cuerpo sorteando la gravedad, especialmente atractiva gracias a la pesadumbre de sus ideas. Tiene los nervios entumecidos y sus ojos son cráteres que escupen lava. Súbitamente se detiene y avista en el llano una masa indivisible, disipada en la fusca distancia. Al elevar la mirada agita los brazos, causando que el cable trepide caóticamente.
Abajo se escucha el bullicio de la multitud ahora expectante: el público parece notar que ocurre algo extraño, puesto que todos miran ansiosos hacia arriba, a la espera de un pronóstico; hasta parecen alabar a un santo, a una deidad, debido a la tamaña devoción que aplican al acompañar el suceso inesperado.
En los años que lleva en el circo, Caio jamás ha tenido una reacción similar. Sus compañeros especulan sobre el motivo de la atípica conducta que ha adoptado en los últimos tiempos y la achacan a la mala relación que existe entre él y Gabriel, el recién incorporado.
El mago, cuyo peso de su lengua es superior que el de todo su escuálido cuerpo, evoca el momento en el cual el jefe les presentó a Gabriel: Caio no se molestó siquiera en acercarse, detonando un rechazo gratuito, curtido. Es cierto, interrumpe el malabarista: a partir de la incorporación del nuevo al grupo, viene comportándose de forma muy rara. Hay algo entre esos dos que desconocemos.
El mago agarra repentinamente la mano del malabarista, guarda unos calculados segundos de silencio y encara a todos y cada uno de sus compañeros, dedicándoles una sonrisa ladeada de complicidad. Una vez que nota la atmósfera de intriga, triunfante devela: Sí, seguro que hay algo oculto... Justo antes de empezar la función, he visto cómo Caio le tiró un papel a la cara de Gabriel, mientras se insultaban en el camarín.
Nadie duda del mago: es una fuente fiable, los años de práctica la avalan. Entre los siete artistas agrupados, algunos miran a sus pies, cavilando sobre los efectos de la constatada pelea; otros alzan las cejas mutuamente, esperando por más aportaciones del grupo. El mago tiene el pecho ensanchado y la frente altiva según el prototipo de los grandes conquistadores.
El Sr. Tadeo, responsable de la producción artística y director de los artistas del circo, escucha con atención a los muchachos y se muestra especialmente preocupado. Es un hombre pragmático, cortoplacista, diestro en el arte de separar (o tal vez subyugar) las emociones de los negocios. Con labios apretados, entrecejo fruncido y su sombrero tipo corona, deambula de un lado a otro, padeciendo la inquietud de sus pensamientos: ya sea verse obligado a reembolsar el dinero a los espectadores molestos o mismo que el incidente llegara a denigrar la reputación del circo, asentado en la misma localidad desde hace años; cualquiera de las dos ideas le martirizan sobremanera. Entonces se acerca al otro trapecista, ya posicionado en la escalera de la plataforma, y le ordena que suba inmediatamente para convencer a Caio que prosiga con su acto. !Show must go on!, exclama
Arriba, Caio vacila. Avanza unos pasos pero nuevamente se detiene; su cabeza se menea como un péndulo de plomo y sus entrañas, a través de su boca, reclaman: !La vida es una burla señores! Una traición, una burla!
El otro trapecista ya está a la altura del cable. Se sostiene y le ruega: Avanza Caio. ! Vas a arruinar el show! Los espectadores están recelosos y sorprendidos... Caio no reacciona; él insiste: Vamos, acuérdate de tus compañeros. !Vamos!". Caio sufre unos espasmos extraños, como si estuviera conectado a una batería galvánica; entonces, sin voltear la cabeza para atrás, le dice:
Ese es el problema Tincho, yo he confiado demasiado en la gente... Sufrí mucho hasta que acepté mi destino, hasta que terminé por adaptarme a los demás y a las circunstancias. ¿Y qué he ganado? Nada más que traición, injusticia... Sí, hoy de decidido hablar y lo haré por lo alto, desde arriba.
!Qué me escuchen todos!
Tincho no sabe qué decir, ya que la declaración, la acusación, le resulta muy desconcertante. Mientras la procesa para replicarle, en un ademán casi involuntario, Caio se deja caer; de espaldas se desploma sobre la cama elástica y su cuerpo rebota con taciturna premura.
La carpa se puebla de ovaciones sincronizadas y manos alzadas al instante. Entre los espectadores, algunos celebran el alivio por el fin de la duda, y otros, con agrio semblante, demuestran una burda decepción (quizás porque gozaban con la morbosa situación)
Caio, con el último rebote, sale disparado de la cama elástica y se dirige al camarín. Va caminando con la cabeza gacha, esquivándose de los focos de luz y balbuceando su mantra: "una parodia, una inmunda traición", una y otra vez.
Gabriel observa desde un rincón de la carpa, del lado opuesto a los camarinos. Mastica un palillo con impavidez, casi ajeno a los acontecimientos de no ser por la enérgica atención que deposita en las acciones de todos los presentes, y en especial las de Caio.
El Sr. Tadeo acomoda a los espectadores que han permanecido, despeja al grupo de artistas que está un poco embobado y anuncia el próximo número del espectáculo. Para evitar un eventual problema de reputación, regala pochoclos a todos los niños, de modo a reducir el impacto de los intensos minutos de tensión que también les ha tocado vivir.
Descartado el número del trapecio, la función avanza normalmente. Caio permanece en el camarín, alumbrado por unas notas de luz amarillenta, antigua; está sentado y tiene la frente sobre las manos cruzadas, apoyadas en una mesa angosta, enmarcada por un espejo. Tincho lo encuentra y se le va acercando de puntillas. Confía en los beneficios de su aproximación: se siente, por cuenta del previo desahogo de Caio, como su confidente. Le da un golpecito amistoso en la espalda, Caio alza la cabeza por unos segundos para reposarla nuevamente sobre la mesa. Él insiste:
?Qué te pasa amigo? Nos conocemos hace 3 años y nunca te he visto tan alterado. Se levanta abruptamente, va hacia el perchero y mueve los trajes con ansiedad; tironea con tanta ira, que termina por volcar toda la ropa en el suelo. !?Por qué no me dejan en paz?!, grita agitado. Tincho replica ofendido: ?Qué te pasa? ?Qué te he hecho yo?
Caio se abandona en la silla, y con el pulso de toro acorralado sostiene su cabellera tupida, a la vez que mira de soslayo a Tincho. Bueno, tú nada. Pero mira cómo son las cosas: yo llevo por lo menos 2 años luchando por la posición de asistente de dirección. Estoy cansado del cable, envejecido. En verdad esa posición es mi salida para brindar una mejor calidad de vida a mi familia: sí, a mis hijos, a mi mujer, a la única familia que tengo... Sin embargo, el Sr. Tadeo, esa rata codiciosa y despiadada, aún a sabiendas que yo ostentaba al puesto, se lo ha prometido al muchacho nuevo. Lo sabías?. Tincho se sorprende: a él también le interesa el puesto y estas declaraciones le dejan perplejo y le caen como un jarrón de agua fría. Estás seguro?; Me lo ha restregado el mismísimo Gabriel.
Tincho alza el perchero y ubica los trajes máquinalmente, tratando de disimular su consternación ante la noticia. Caio se percata y, entre frustrado y compasivo, agrega: Bueno, tu eres más joven y cuentas con el soporte de tus padres. Ya te surgirá otra oportunidad.
Tincho se indispone por el sarcasmo de su comentario, No quiero depender de mi familia, afirma con pompa. Además, supongo que tu también podrás contar con tus padres, no? Al fin de cuentas, yo también tengo varias bocas que alimentar.
Caio contesta: No entiendes nada... Además de ser mayor que tú, yo no cuento con nadie. ?bua, para qué me desgasto en explicaciones inútiles que no te interesan lo más mínimo? Y sacude melancólicamente la cabeza, hasta que la vuelve a reposar en la mesa. Tincho se da cuenta que es mejor terminar la conversación (además Caio tiene razón, mucho no le interesa), entonces se marcha, molesto por las averiguaciones que acaba de hacer.
Caio, finalmente solo, disfruta del murmullo de los últimos espectadores que ya se van; la función ha terminado. Mira ensimismado al espejo; todos los personajes de su vida titilean de forma fantasmagórica, apareciendo desde los costados de su pensamiento para declararse reales, plasmados en el cristal. Está acostumbrado con esos fantasmas, no los teme; los prefiere intangibles, lejanos, manipulables. Al fin de cuentas la lejanía ha sido el elíxir que le curó la herida y ha permitido que su alma se haya abstenido de falsas expectativas.
Se frota sistemáticamente la cavidad ocular y ve una imagen particular que va agrandándose de a poco: es la figura de Gabriel, atrapada en el limbo, entre espejo y realidad. Caio trata de ocultarla en el cajón chico, un sigiloso rincón de su memoria, con los objetos de poco uso. En el mismo cajón donde moran palabras, hechos, emociones neutralizadas que se confunden pero no se disipan.
Pero la figura regresa, se reafirma en el espejo gastado, en ese puente casi subconsciente. Desde un cierto prisma, las imágenes de Gabriel y Caio se superponen y parecen pertenecer a la misma persona, dos caras de la misma moneda. Las dos caras contienen y transmiten al unísono, la rabia, la competencia, los celos, el afecto fraternal o el viejo compañerismo.
Ese diálogo entre Caio con el cristal animado- o con sus recuerdos- es acallado por el eco recurrente de la última discusión con Gabriel. Recuerda su temple al entregarle la abominable intimación y se le caen lágrimas sobre el rostro colorado, gotas de indignación y notorio desamparo. Con un golpe seco en la mesa se desahoga: Siempre se sale con la suya. !Toda la vida igual!
Sin embargo, en cuanto mide las inminentes consecuencias de ese documento para él, para su familia, su rostro pasa de sufrido colorado a pusilánime blanco.
Y agarra la intimación, el documento que vio el mago. El mismo mago que, ahora, espía por la ranura de la puerta del camarín. Mientras acecha, un marcado escalofrío le recorre la columna vertebral. Concluye que se trata de un presagio: la señal que indica que el misterio está a punto de ser destapado. Se dispersa un rato, embriagado por su aire de grandeza: ?Qué otra persona, sino yo, podría realizar esta tarea con tanta eficiencia? Sin duda eso de ser el informante, de estar a la vanguardia de la noticia, es una habilidad, una dádiva; una capacidad extraordinaria para conectar con el universo, con las respuestas que él detiene; de ser el conector entre el más allá y las cosas mundanas. Y en seguida vuelve a espiarle, alimentado por la exacerbada caricia que ha aplicado a su autoestima.
Caio manipula y escrudiña el documento, cual tasador de antiguedades. En un arrebato, en un último aliento, rompe el papel en varios pedazos y los tira al suelo. !Canalla!, Me quiere dejar sin nada... Con tantos laburos para escoger, tenía que seguirme los pasos. !Desde chico que es una maldita sanguijuela!.
El mago se frota la tupida barba, que protege la debilidad de sus facciones, mientras evalúa la información obtenida. Definitivamente se conocen y desde chicos... ?Qué contendrá ese papel?
Caio, ahora de pie, con las manos apoyadas sobre la mesa y los brazos estirados, encara nuevamente el espejo. En un momento acerca la mano derecha para tocarse, tal vez para reencontrarse en esa imagen. Escurre sus uñas arrañándolo, produciendo un desagradable chirrido. Ese ruido captura nuevamente el interés del mago, quien nota que el rostro de Caio desprende una sombría serenidad.
Suenan los pasos de los artistas que se aproximan a los camarines. Caio sale furtivamente, no quiere cruzarse con nadie. El mago se esconde, no quiere ser visto por Caio. Mientras éste se dirige al otro lado de la carpa desolada, y antes de que lleguen los demás, el mago entra al camerín y husmea entre los trozos de papel. Observa el nombre de Gabriel en un trocito y detecta algo que le quita el aliento: !Caio y Gabriel tienen el mismo apellido! Seguramente son hermanos. Pero... ?qué significa este documento?. Entonces une como puede las partes rotas y concluye que se trata de una intimación. Consumido por la curiosidad recoge esa pista fundamental y se va, determinado a desvelar el misterio por completo.
Todavía suena la canción de cierre del show, achicada, irrisoria, amonestando superficialmente al silencio insidioso. Debajo de las escaleras de las gradas, que rodean una mitad del escenario, las sombras deslizan con la brisa fría, conformando una pulcra coreografía. Se distingue la voz del Sr. Tadeo que, desde el lado izquierdo, cerca de los camarines, da instrucciones para la limpieza del lugar; también se escucha, en el lateral opuesto, el crujir de una cajita de cartón que acaba de ser pisada: es Caio, quien camina pesadamente, buscando a Gabriel; lo halla sentado en la segunda fila de la grada.
?Quiero que me digas por qué estás empecinado en destruirme la vida?, indaga dolorido
Gabriel, con su característico palillo de carnicero en la boca, escupe una frase carente de pasión, Yo sólo reinvindico mi derecho.
?Tu derecho? ! Pero si esa casa fue lo único que me dio en su miserable vida!
Tu te distanciaste, desheredaste de nuestro padre, de nosotros.
Él se desentendió de mí cuando murió mi madre. Únicamente le brindaba cariño y recursos a su nueva familia. Yo nunca le importé y lo sabes...
?Qué tengo yo que ver con todo esto?, dispara Gabriel
Sí, ya sé que te importo un bledo. Lo que te interesa verdaderamente es la plata.
Ya lo he dicho, tengo mis derechos... Esa casa sigue a nombre de papá. Tengo entendido que no alcanzó a transferir la titularidad antes que falleciera, por lo tanto la casa también me pertenece. Bueno, no vale la pena discutir reiteradamente sobre tus razones y las mías. Creo que ya hablamos lo suficiente.
Se levanta, aparta el cuerpo de Caio momentáneamente anestesiado, a centímetros de distancia del suyo, y se aleja por debajo de las gradas del lateral derecho. Caio grita desaforado, ordenando que se detenga. Gabriel, de camino al almacén de trastos, hace un alto en un instante, sorprendido por alguien que surge de la nada, como un murciélago que aletea su presencia dentro de la cueva.
El Sr. Tadeo, y todo el equipo de limpieza, se asustan con los rugidos de Caio. Él despacha al personal y se presta a buscar a Tincho: quiere averiguar qué le ha dicho Caio mientras estaban arriba (todavía no sabe que Tincho también estuvo en el camarín con Caio y que mantuvieron una conversación de lo más aclaratoria).
Afuera, un cielo desnudo de estrellas y el aire helado abrazan el reseco corazón de Caio. Dibuja con sus pies un surco en la tierra rojiza, la toca y ella tiñe, impulsivamente, sus manos, sus venas, sus sentidos. De pronto ingresa al tráiler que funciona como comedor del circo.
Tincho evita el encuentro con el Sr. Tadeo, enojado por la noticia del puesto, pero éste finalmente lo halla acurrucado en uno de los camarines. Coaccionándolo se informa que Caio, al igual que el propio Tincho, se han enterado de la planeada asignación de Gabriel como asistente de dirección. No obstante, con el fin de calmar los ánimos, él lo niega. Tincho se muestra dubitativo, por lo que deduce que lo tiene controlado, que su confianza todavía perdura, traducida en una escogida inacción. Sabe que con Caio la cosa es diferente, aunque desconoce hasta qué punto. Recurre al malabarista, al enano, al payaso, a varios de los que estaban en la previa rueda de chusmeo, para obtener los detalles de la discusión que ha mencionado el mago, la que ha ocurrido entre Caio y Gabriel. Le cuentan lo que saben, en un diálogo típico de las reuniones de vecinos, donde las asimétricas voces insisten en emitirse en simultáneo. Tras minutos de datos confusos y escuetos, concluye que debe hablar con el mago para comprender lo que está sucediendo; sale del camarín y comienza a buscarlo. Observa a las personas que limpian, el escenario solitario, el fulgor de una luna adusta que invade la carpa con sus aullidos grisáceos.
Entre las sombras que bailan debajo de las gradas, avista una silueta que se dirige al almacén de trastos. Decide averiguar quien es, así que la sigue obstinadamente. Todo el elenco de artistas acompaña al Sr. Tadeo a lo lejos, a la espera de un veredicto o de una instrucción.
Cerca del almacén, escucha gritos apabullantes primero y luego un efímero alarido. Se apresura y, ya en la puerta de la habitación se depara con Caio, quién lo empuja, estampando en su camisa el rojo de la tierra y de la sangre, para desaparecer rápidamente en la penumbra. Inmediatamente prende la luz y ve el cuerpo inerte del mago que yace entre los disfraces usados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario