Apoyada sobre el vidrio que separa la incubadora de la sala de observación, recuerdo los primeros pasos- aún en el vientre materno- de mi sobrino recién nacido: Alfredo Doga Vargas. Todavía siendo una sorpresa, un deseo notorio a la vez que controversial, su corazoncito embriogénico latía rápido y contundente; pareciera anunciar los cambios de rumbo inminentes y la certeza de su condición de brújula de nuestros destinos.
Así, con una mano sobre el cristal frío- cual libro sagrado- emito una promesa: "contaré tu historia: esa en la cual participaste, pero que no recordarías..."
Y permanezco largo rato, a merced de las imágenes y sonidos que pueblan mi mente. En la otra mano, un sobre abierto, timbrado con el logotipo de un laboratorio genético.
Sí, sí... Cuándo sea oportuno, podré contártela; te relataré cómo la divergencia se fundió en un crisol de eventos conturbados y decisiones casuales.
Describiré mi percepción de tu madre: Beatriz. Sí, te hablaré de sus errores, de su fresca ingenuidad que, pese a todo, recuperó el vigor de estrella nueva. Citaré también a Osvaldo- prefiero no ocultarte este personaje crucial, aunque me costará ser objetiva. Y sobre todo, alabaré la gran amistad que unió a Pedro y a mi hermana: tu madre.
Una sólida amistad de la infancia; su recuerdo me inunda de ternura... Parecía inquebrantable, incorruptible. Jugábamos todos juntos, con los demás chicos del club. Pero, al ritmo de la rueda incesante que es la vida, cambiamos. Ya en la adolescencia, observé como Pedro pasó a dedicar mucho más tiempo a mi hermana. Sospeché que él se había enamorado de ella.
Pero la confirmación se hizo rogar. Hasta que un día, momento en el cual la confesión era menester dadas las circunstancias, Beatriz me lo dijo... Me contó que acudió a una fiesta al aire libre con Pedro, que empezó a llover y se empaparon. La casa de Pedro estaba muy cerca del lugar, por lo que allá buscaron cobijo.
"Y entre risas y rayos, de súbito, la mirada de Pedro quedó fija en mis pezones, que se insinuaban detrás de la remera de lino blanca", susurró mi hermana con sonrisa plena. "No pudimos controlarnos, tal vez por el vino, por el cariño que nos une... No sé...Hicimos el amor". Súbitamente, su sonrisa iluminada dio lugar a unos ojos ensombrecidos. Entonces nuestra conversación se convirtió en una especie de reunión profesional, cuyo mero objetivo era trazar acciones de contingencia para volver a encajarse en el plan principal.
El plan principal consistía en perseverar en su inestable relación con Osvaldo, en sus promesas de felicidad caduca. Osvaldo era el candidato perfecto, según sus parámetros de ideal amoroso: próspero, atractivo, bien relacionado. La clase de hombre que le enorgullecería presentar a los maridos de sus amigas.
Pedro- poco agraciado, cuyos hombros sienten una atracción irrevocable hacia el suelo- no cuadraba en esa guía del hombre ideal. Así que mi hermana prefirió borrar el suceso de la noche lluviosa y la dádiva de aquélla involuntaria sonrisa brillante
A pesar de que le señalé la contradicción en que la que estaba inmersa, se dedicó de cuerpo y alma a una clase de juego de las adaptaciones. Esas amigas suyas, curiosa influencia, lucían similar: parecían descender de los mismos genes. Probablemente por las diversas cirugías estéticas a las que se sometieron- dos o tres al año, por lo menos: que si una nariz nueva para el primer hijo, una liposucción post embarazo... en fin, una lista interminable de motivos de lo más variopinta. Lo cierto es que Bea quería convertirse en la viva imagen del anhelo de su entorno, de acuerdo a la guía de la mujer perfecta, la que circula copiosamente- a un módico precio- por los canales de televisión.
Y así fue, la mujer perfecta: una muñeca perfectamente maltratada. A los pocos meses de vivir juntos, Osvaldo se delató. La pulcritud propia de los comerciales de crema dental fue sustituida por la negritud de las crónicas de violencia doméstica. Mi hermana, todavía no logro comprender las razones, permaneció al lado de su verdugo, proveedor de joyas y odio. En ese momento la maldije por estúpida, por hacer con que me sintiera impotente ante la rabia que me generaban las agresiones de Osvaldo hacia ella. Solíamos discutir a menudo, sobre todo porque ella siempre justificaba las actitudes de él, para concluir por responsabilizarse por su enajenación mental.
Hasta que, después de algunos episodios de palizas y palabras venenosas, tu madre, visiblemente aterrada, confesó que estaba embarazada y que tenía mucho miedo de decírselo a Osvaldo. Al parecer, Osvaldo descubrió que Pedro y ella habían dormido juntos. No me sorprendió al escucharlo: cualquiera que observara la mirada encendida de Pedro cuándo se encontraban, se daría cuenta de inmediato. Lo que sí me sorprendió es que Osvaldo tenía un amplio abanico de amantes, a las que no trataba de ocultar en absoluto.
La situación tendía a inmolarse de una forma u otra. Porque así es todo, querido Alfredo: las personas devienen y todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa...
Tu corazón célere y contundente, esa brújula, reclamaba su espacio en el mundo. Beatriz- reflejando tu mudo reclamo, pienso a veces- me dijo con una convicción profunda, oriunda de las entrañas: quiero tener a mi bebé.
Entonces, una tardecita en mi casa, Osvaldo telefoneó. Nosotras habíamos combinado previamente: era mejor comunicárselo a distancia. En cuanto Beatriz pronunció la frase: "estoy embarazada", se pudo escuchar con nitidez a Osvaldo que dijo: "¿Y me lo comunicas por teléfono? Me parece de extremo mal gusto, típico en ti... Voy a buscarte" y colgó.
Pensé que quizás fuera más prudente salir de mi casa. Miré a mi hermana: nunca la vi tan pasiva... Esa escena me rescató de la memoria la película "Bambi", que veíamos de chicas. Beatriz era Bambi, un gabato asustado frente a su depredador.
Decidí por las dos. Vamos a enfrentarlo, tarde o temprano habrá que hacerlo. "Mejor llamo a Pedro", cavilé... Y así lo hice. Al comienzo el pobre no entendió nada; hacía algún tiempo que no nos hablábamos. Le resumí el panorama, le dije: "necesitamos tu soporte porque Osvaldo está muy nervioso, viene hacia mi casa y tememos la reacción que puede tener ya que acabamos de comunicarle que Beatriz está embarazada". Pedro se quedó mudo. Luego de unos dolorosos segundos, preguntó: "¿Y no está contento?". A lo que respondí: "No, no, más bien está muy enojado. No desea a ese hijo, sobre todo porque puede que no sea el padre". Pedro reaccionó consternado: "¡¿Cómo?!. En ese instante sonó el timbre: era Osvaldo. Le insistí: "vente ya. Este tipo es violento. Acaba de llegar... Tengo que abrirle la puerta".
Abrí la puerta. Osvaldo irradiaba una energía avasalladora: sus ojos tenían las pupilas dilatadas, su respiración caliente pulsaba acelerada. "¿Dónde está?", me preguntó a bocajarro. "Está sentada en el living. Vino derecho del hospital acá, luego de recibir el resultado de los análisis", le respondí. Él me empujó y se dirigió al living. Se sentó a su lado, le agarró de la muñeca y le ordenó. "Vámonos a casa ahora mismo. Este tipo de asuntos hay que tratarlos entre la pareja, como corresponde". Y la levantó abruptamente del sofá. Yo, en un ímpetu de valentía imprudente, le advertí: "¡En mi casa exijo que se le trate a mi hermana con delicadeza!". Ese arrebato me costó escuchar toda clase de improperios; los cuáles, definitivamente, no deseo rememorar.
Mi hermana, tenía la cabeza agachada, como si quisiera esconderla dentro del torso. Un ademán que se asemejó al de Pedro. Tal vez un signo, común sin duda, de la toma de consciencia sobre la insignificancia de uno, su vulnerabilidad como ser social...
Osvaldo, de pie, parecía disfrutar del espectáculo. Nos humillaba, escupiendo alaridos de desprecio, mientras yo rezaba para que llegara Pedro y mi hermana se encontraba rendida, presa de su debilidad.
"¿Y qué pasa perra... Acaso sabes quién es el padre?". Mi hermana, sin levantar la mirada, le afirmó que el hijo era suyo. "¡Mírame la cara covarde! ¡No te enseñaron que es de mala educación desviar la mirada!", Osvaldo gritaba, mientras la sacudía, atrapada de los dos brazos. Yo me acerqué, y él amenazante, tomó una estatua de bronce de la cómoda. La tensión en el ambiente pronosticaba lo peor... Osvaldo, en un impulso bestial, golpeó a Beatriz en la cabeza, con la estatua de bronce. Ella cayó de lado en el piso, semiinconsciente. Él, poseído, pateaba su panza. Yo le agarraba las piernas en un acto desesperado, hasta que, me tomó del cogote y me arrojó a un rincón.
Tras unos minutos de pánico y traumático martirio, sonó el timbre. Llegó Pedro. Osvaldo arrastró a tu madre hasta la cocina por los pelos y me mandó con ella. Abrió la puerta, y en cuanto vió que era Pedro, le pegó un puñetazo sin previo aviso. Pedro trató de dialogar pero Osvaldo era un caballo desbocado, que daba coces sin reflexionar.
Se pelearon violentamente hasta que arribó la policía. Pedro- lo supe después- la había llamado. Ya en la comisaria, denunció a Osvaldo como agresor. De esa forma, Osvaldo necesitaba defenderse, lo que nos brindó un periodo de tregua.
Beatriz se tiró algunas semanas en el hospital. Los doctores querían asegurarse de que ambos, ella y tú, un feto de 5 meses, no habían sufrido mayores daños. Pedro la visitaba todos los días. La cuidaba con una diligencia innegable. Así, a través del infortunio, fortalecieron el hermoso vínculo que los unía.
Tras tres meses de ajetreo legal, una de las principales interrogantes pendientes, era la identidad de tu padre. Osvaldo, abogados de por medio- debido a que la justicia dispuso una medida cautelar de distanciamiento- declaró que no estaba dispuesto a hacerse la prueba de paternidad
Para Beatriz, creo yo, esa fue la gota que colmó el vaso. Podía soportar que Osvaldo no la quisiera como realmente es, pero que no quisiera a un posible hijo suyo, ni siquiera un poco, lo suficiente para instigarle a averiguar, le parecía patético.
Pedro, al enterarse de la decisión de Osvaldo, se ofreció para hacer el test. Finalmente, por exclusión, sabríamos quién es tu padre biológico. Aunque mucho no deberá importarte...
Aquí lo tengo, el resultado escrito con lágrimas y renacimiento, letras grises y sello; debidamente avalado con la firma del doctor.
Apoyada sobre el vidrio, reitero: sí, te contaré tu historia. Ansío que sepas valorar al noble Pedro que- si bien no es tu padre biológico- lo es en el total significado de la palabra. Es el mejor padre que podrías tener.
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